La culpa de que mi padre se dedicase a la historia probablemente la tuvo Horacio Nelson. Se sentía muy orgulloso de su cuarto abuelo, Vicente Siera y Casas, entonces teniente del Regimiento Fijo de Cuba, que se había distinguido en la defensa de Santa Cruz de Tenerife ante el ataque del contralmirante británico en 1797. El libro que se acaba de presentar, Marcos Guimerá Peraza, retrato de un canario universal, escrito por Mara Cavallé, me da pie para ahondar en algunas facetas íntimas de un gran notario e historiador.

La infancia y adolescencia de Marcos Guimerá transcurrieron entre estudios y aficiones deportivas: fútbol, tenis, remo y natación. El amor al deporte, que transmitió a sus hijos, lo había heredado de su padre, Agustín Guimerá del Castillo-Valero. Pero, ya desde los siete años se había enfrentado a numerosos retos familiares y personales. La grave enfermedad de su padre, que lo postró definitivamente en casa, trajo consigo preocupaciones domésticas y apuros económicos a la familia. Esta circunstancia debió influir en una faceta poco conocida de Marcos Guimerá como fue la melancolía, a la que se enfrentó con una actividad desbordante.

Su carácter disciplinado y tenaz se puso a prueba durante la Guerra Civil -a la que marchó voluntario con sólo diecisiete años-, la larga movilización de la postguerra, la finalización de la carrera de Derecho en la Universidad de La Laguna y las oposiciones a notarías. Tras una etapa notarial en Güímar y Las Palmas de Gran Canaria, se establecería definitivamente en Santa Cruz de Tenerife. Su despacho notarial de la calle Teobaldo Power, decorado en un estilo muy decimonónico, lo convirtió en una inmensa biblioteca y lugar de tertulia. Recuerdo perfectamente aquellas conversaciones con su amigo, el abogado José Arozena Paredes, en el tresillo de cuero que allí había.

Pero ya un problema de salud, ocurrido a la edad de treinta y tantos años, le había inducido a un progresivo retiro voluntario en casa, donde dedicó las tardes a la lectura, la investigación y la música. Menos mal que siempre contó con la compañía abnegada de mi madre -Carmen Rosa Ravina Méndez-, el bullicio infantil, las visitas de parientes y amigos, las partidas de tute, los puros palmeros y la presencia intangible de sus personajes históricos. Llegó a reunir una biblioteca de unos diez mil volúmenes, preferentemente de historia. Mi padre no fue un lobo solitario. Al contrario, estuvo en contacto permanente con el mundo, mediante la lectura diaria de varios periódicos y revistas locales y nacionales, y sobre todo a través de una larga correspondencia con muchos amigos y colegas en las Islas y fuera de ellas. Marcos Guimerá siempre fue muy meticuloso y puntual a la hora de contestar a sus amigos y conocidos. Muchas de sus cartas fueron escritas a pluma. Su archivo epistolar es inmenso, reflejando perfectamente una forma de pensar y relacionarse de otro tiempo.

Su personalidad, tan peculiar, le valió el respeto y el aprecio de muchas personas que lo conocieron. Para ellos, siempre fue "don Marcos"? Se consideraba una persona tímida, ocultándose tras un rostro donde alternaba la seriedad y el rigor con la afabilidad y la broma. Su generación había sido educada a no manifestar abiertamente sus sentimientos. Era educado, elegante y entusiasta. Poseía un carácter fuerte. Llevó bigote gran parte de su vida, adquiriendo un aspecto venerable en sus últimos años, merced a una barba al estilo de su tío el dramaturgo catalán Ángel Guimerá o su admirado político Antonio Maura.

Su trato era cordial pero sin aspavientos, ya fuese con gente importante o modesta. Poseía un sentido del humor muy catalán, derivado de sus orígenes. Conocía innumerables anécdotas de la sociedad isleña, imitando las voces de aquellos personajes con facilidad. Tenía una memoria prodigiosa, recitando sin pestañear los nombres y apellidos de muchas personas a las que había tratado a lo largo de su vida, enumerando a sus familiares o remontándose a sus antepasados.

Fue un profesional honrado a carta cabal. A veces transmitía la sensación de pertenecer a otra época, al siglo XIX, por sus maneras y actitudes. Conservador en lo social -su amigo Juan Rodríguez Doreste lo definía humorísticamente como un católico a marchamartillo-, fue liberal en lo político. Me confesó más de una vez que le hubiera gustado haber nacido antes y disfrutado en Madrid de aquel círculo intelectual del primer tercio del siglo XX, durante la llamada Edad de Plata de la cultura española, aprendiendo de aquellos maestros, a quienes tanto admiraba.

Ese espíritu liberal le llevó a relacionarse abiertamente con personas de las más variadas ideologías, generalmente mayores que él: republicanos, socialistas, falangistas, católicos militantes o conservadores? No distinguió orígenes, forjando amistades tanto en Tenerife como en Gran Canaria, relacionadas fundamentalmente con la ciencia y la cultura.

Una dimensión poco conocida de mi padre es su gran afición musical. En aquella vida retirada, cultivó la zarzuela y las canciones napolitanas, pero su gran pasión fue la ópera italiana. Para él la voz humana superaba con mucho en belleza a cualquier instrumento musical. En más de una ocasión cantó con sus hijos romanzas de zarzuela, acompañados al piano por su gran amiga Lola de la Torre. Hacia 1960 mi padre llevó a sus hijos a una temporada de zarzuela en el teatro Guimerá, todo un descubrimiento para mí. Actuaba la compañía de Paco Krauss, compañero de fútbol en sus tiempos de notario en Las Palmas, una persona entrañable. Llegó a poseer unos cien discos de vinilo de nuestro género chico.

La ópera fue otra gran pasión de Marcos Guimerá. Ya desde 1951 empezó a frecuentar las temporadas de ópera en el teatro Pérez Galdós, de Las Palmas, impulsado por sus amigos. La fundación de las sociedades Amigos Canarios de la Ópera o la Asociación Tinerfeña de Amigos de la Ópera le permitieron disfrutar en directo del bel canto, tanto en la isla vecina como en nuestro teatro Guimerá, durante muchas décadas. Siempre consideró al teatro santacrucero una joya, por su magnífica acústica. Su colección operística reunía unos doscientos discos de vinilo. Allí dominaban los autores italianos, siendo Verdi su buque insignia, su ídolo. En la casa familiar sonaron durante décadas las voces de los mejores cantantes del mundo. Como era un poco duro de oído, ponía los discos muy altos? "¡Papá, por favor!", gritábamos los niños.

No fue un gran viajero. Recordaba con calor su periplo en Roma el año 1958, para asistir a un congreso de notariado latino, donde disfrutó de la ópera La Traviata en el teatro de l'Opera. Pero, siendo decano del Colegio Notarial de Las Palmas en los años setenta, aprovechó sus viajes mensuales a Madrid para ver a sus hijas y realizar excursiones con su mujer a los frentes donde había estado durante la guerra.

Con la publicación de este libro, Marcos Guimerá sigue vivo entre nosotros. Su huella familiar, amical, notarial y científica en nuestras islas constituyen sin duda un atisbo de inmortalidad.