Hoy los peruanos están divididos entre los que califican su suicidio como un acto heroico y quienes lo tratan como una deplorable cobardía. Las dos posiciones revelan que, en la vida y en la muerte, Alan García (1949-2019) mueve encontradas pasiones en su Perú natal que gobernó en dos periodos -1985-1991 y 2006-2011- en nombre del Partido Aprista.

Abogado eficaz y orador brillante, señalado por Víctor Haya de la Torre como "el líder de futuro de la Alianza Popular Revolucionaria Americana" (que nació con vocación continental y quedó como una fuerza nacional, progresista y asociada a la Internacional Socialista) fue presidente de la República con treinta y seis años y trabajó "con tanta ilusión y voluntad como excesiva visibilidad" en coordenadas difíciles. Cuando le conocí en 1991, con la condición de ex y tras unas elecciones en las que Alberto Fujimori derrotó por goleada al conservador Vargas Llosa, tenía la necesidad de hablar de futuro y no mentó en ningún caso "logros y fallos".

Encarnó la pasión por la política y, con la misma facilidad con la que persuadía a sus interlocutores, "uno a uno o en masa", se convenció de su papel "estelar e indispensable" y, desde la hora cero, combatió al fujimorato, incapaz de enfrentar la crisis económica y los coletazos terroristas de Sendero Luminoso. Cuando se emitió la entrevista, García ya esperaba en el exilio "la caída del Chino".

Volvió a su patria y a la Presidencia, con media docena de libros en su haber, de temas tan sugestivos como el pensamiento de Maquiavelo y el fenómeno de la globalización; "crecido en experiencia, y acaso también en osadía," afrontó un cuatrienio donde los éxitos económicos y la expansión y normalización de las relaciones diplomáticas tuvieron la contrapartida del fantasma de la corrupción.

"Cumplido mi deber en política y en las obras hechas a favor de mi pueblo", defendiendo hasta última hora su inocencia y opuesto a la detención anunciada dejó un testamento desgarrador, se suicidó y entró en la historia "con trazos épicos, que es la mejor manera. He visto a otros desfilar esposados guardando su miserable existencia, pero Alan García no tiene por qué sufrir esas injusticias y circos", escribió. "Por eso les dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones, a mis compañeros, una señal de orgullo; y mi cadáver como una muestra de desprecio hacia mis adversarios porque yo cumplí la misión que me impuse".