El minuto de barro del debate más vergonzoso de la democracia llegó cuando iban transcurridos 18. En un gesto injustificable, Albert Rivera violó el espacio físico de Pedro?Sánchez para colocar en su atril un ejemplar de la tesis del presidente del Gobierno, al grito de "le he traído un libro que no ha leído".

Rivera ejecutó un gesto de violencia incluso física imperdonable. Desmanteló un debate concebido como un programa de Mira quién baila, y que los presentadores se vieron incapaces de reconducir. Sánchez empeoró la situación, al depositar otro libro de Abascal en el espacio íntimo del líder de?Ciudadanos. A nadie le hubiera sorprendido un cuerpo a cuerpo.

Ana Pastor se dio cuenta de que el espacio había naufragado. Bajó la mirada y se olvidó de repreguntar, soportó estoicamente que los candidatos hablaran simultáneamente a dos o tres voces. Rivera se había presentado a ambos debates como el portavoz simultáneo de Ciudadanos y de Vox, con excelentes réditos. Sin embargo, no todo vale. Ni siquiera la política española se merece escenas de gamberrismo que desentonarían en una cumbre de hooligans.

El sentimiento de vergüenza colectiva se transmitió en algún momento al propio Rivera, que intentó civilizar su comportamiento para recaer. Pablo?Casado venía de fracasar estrepitosamente en el debate serio. Estaba obligado a taponar la fuga de votantes hacia su vecino del centro. En la astracanada de anoche aspiró a convertirse en un imitador del líder de Ciudadanos.

Contemplar a un líder del PP de Bárcenas reprochando las sociedades instrumentales de los ministros de Sánchez, provoca cierto sonrojo. Que conduce a la estupefacción cuando presume de haber trabajado sin el?PSOE, olvidando que Rajoy fue presidente gracias a la abstención masiva y prolongada de los socialistas. O cuando se declara inmaculado de nacionalismos, sin tomar en cuenta que el?PNV le aprobó los presupuestos a su partido y que la independentista Convergència le votó la reforma laboral. Por no hablar de su metedura de pata en la violencia de género, que lo desquició.

En este manicomio, donde solo faltó que Rivera y Sánchez se enzarzaran a golpes, Pablo?Iglesias volvió a ser el John Lennon empeñado en darle una oportunidad a la paz. El líder de Ciudadanos le reprochaba que ejerciera de árbitro, cuando el comportamiento del presidente naranja requería más bien la intervención de los antidisturbios.

Iglesias resulta empalagoso para los revolucionarios, pero le sirvió de báculo a un Sánchez que deberá ganar las elecciones al margen de los debates. Cuesta imaginar que personas pacíficas voten a Rivera, que empeoró al llamar "irresponsable" al presidente del Gobierno. Por no hablar de su ignorancia, al negar que la especulación reciba un trato peyorativo en la Constitución.

El encontronazo de la "vergüenza", según?Iglesias, deja al espectador un poco harto de que todos los politólogos que aparecen en la cadena organizadora aseguren que los debates son trascendentales para movilizar el voto. Es una opinión que dista de ser pacífica en el gremio. Mueven tantas voluntades como este artículo.