En una pequeña isla, Lanzarote, hambrienta y ardiente, olvidada y jarrapellejos, hermosa y sedienta, nació hace un siglo un pibe que la terminaría convirtiendo en un símbolo propio, en una marca publicitaria, en una aspiración ética y estética, en su propio estandarte vital y profesional. Fue un proceso relampagueante, vertiginoso y todavía hoy incomprensible. César Manrique parecía imposible en el erial cultura de los años sesenta, pero solo había una remota probabilidad de cambio, y esa era, precisamente, César Manrique, sobre el que se ha preferido construir una mitología antes de abarcar y entender los anhelos y los logros, los vacíos y las contradicciones de un discurso y de la praxis que lo vehiculó durante más de veinte años.

Manrique, por supuesto, no era modesto. No lo fue nunca. Cuando recibió el Premio Canarias de Bellas Artes protestó por la tardanza en otorgarle el galardón, cuando ya había recibido relevantes distinciones en el extranjero, una queja tal vez razonable, si no fuera porque los premios Canarias solo tenían seis años de antigüedad en 1989. Seis años fueron una eternidad ligeramente grosera para el artista conejero. Gracias a su astucia, a su capacidad de seducción y a sus buenos contactos pudo llegar a acuerdos con las administraciones públicas del tardofranquismo y la predemocracia para crear maravillosos espacios públicos y recreativos sobre los que se asentó su prestigio, su influencia y, finalmente, una auténtica popularidad. Era (y actuaba) como un señor de pañuelos de seda y liturgia propia con un volcán como sagrada hacienda, un aristócrata ecologista y devoto de los placeres sencillos y de la exaltación solar que había decidido unir su destino con el pueblo. El pueblo había sabido convivir con la isla pero esa sabiduría adaptativa basada en el respeto -y en cierta incomodidad crónica, por así decirlo- se estaba resquebrajando. "El amor al pueblo es vocación del aristócrata", escribió Gómez Dávila, "el demócrata solo lo ama en periodo electoral". Lo malo es que el pueblo quería lavadoras, y neveras, y automóviles, y autopistas y aire acondicionado y estudios para sus hijos y hasta buenos restaurantes de vez en cuando. En el didactismo medioambientalista de Manrique casi siempre podía detectar una impaciente admonición hacia los conejeros que no sabían lo que estaban empezando a perder, con la bota turística pisoteando ya toda la costa isleña, por no seguir plantando cebollas en la tierra volcánica o faenando en la mar. Nunca se ahorró ni un poco de la superioridad didascálica característica de los grandes y pequeños visionarios.

Los discursos más tronantes de Manrique no eran insinceros, pero rara vez carecieron de cierta prudencia. Denunció atropellos y abusos muy concretos, pero por lo general evitaba enfrentamientos directos y potencialmente destructivos con grandes empresas y políticos en carne viva. Ya en los años ochenta era un poder y se sabía un poder en sí mismo, y un poder, para perpetuarse, necesita eliminar a todos los demás o llegar a una coexistencia pragmática en el ecosistema político de una comunidad. Eligió ese camino, pero no pudo no saber que ese turismo invasivo que cabalgaba sobre la especulación y espolearía la corrupción era magnetizado por una isla-símbolo, la enigmática ínsula manriqueña, para desfilar por cientos de miles de personas por los Jameos del Agua y otras bellezas de un artista excepcional enamorado de la vida y eterno aprendiz de su incansable intuición.