Impresionantes las palabras de Jorge Bergoglio, el papa Francisco, en medio de la celebración del Vía Crucis de Semana Santa frente a las venerables ruinas del Coliseo romano. Estaban dedicadas a los inmigrantes a los que la complaciente -e ignorante- prensa occidental, conmovida por la intervención papal, intentó comparar con los cristianos perseguidos por su fe aunque la expansión del cristianismo tuvo bastante poco que ver con la inmigración forzada por las guerras y el hambre. La religión católica, tristemente, ha causado más víctimas de las que padeció entre sus filas.

El papa le dio un merecido tirón de orejas a un país como Italia que ha jugado un papel más bien triste y demagógico en la acogida de refugiados. Y de paso a la propia Unión Europea. Pero tampoco se merece una ovación incondicional. Desconozco el número de refugiados que ha acogido el Estado Vaticano pero me temo que no deben haber sido tantos como ninguno. Así que mal puede predicar quien no se ha propuesto dar un poco de trigo.

Pero en todo caso, la cuestión más vergonzante que hemos vivido en estos días no tiene que ver con la escasa coherencia entre las preocupaciones de la cúpula católica y su comportamiento práctico. Los medios de comunicación convirtieron el incendio de la catedral de Notre Dame, en París, en un acontecimiento. Lo normal, cuando arde un monumento de nueve siglos de historia y patrimonio de la humanidad. Nuestros gobernantes se declararon conmocionados y los pronunciamientos de condolencia se sucedieron. A las pocas horas de haberse calcinado, se habían realizado donativos, por importe de ochocientos millones de euros, para su reconstrucción.

La guerra de Siria no estropeó de forma permanente las digestiones de la buena gente de Occidente. En agosto de 2017 la matanza había superado el cuarto de millón de víctimas -ancianos, mujeres y niños incluidos- pero además nos hacía llegar una noticia a los postres: el ISIS había destruido con dinamita, en Palmira, un templo dedicado al dios Baal, de unos mil novecientos años de antigüedad. No hubo una oleada de compasión por unas venerables piedras que se levantaron casi al mismo tiempo que la cruz con la que se sacrificó al mesías cristiano. La noticia pasó brevemente por los telediarios, aderezada seguramente con alguna reflexión de un erudito universitario lamentando aquella "pérdida irreparable para la humanidad".

La exhibición de caridad que ha despertado el desastre de Notre Dame es espléndida en sí misma. Y brilla con un fulgor cegador si la comparamos con el desprendimiento y el desinterés con el que hemos seguido desastres similares -por ser prudentes en el adjetivo- que se han producido en el mundo. Hemos sido capaces de asistir impávidos a la matanza de Srebrenica, a la lucha por la destrucción entre serbios, croatas y bosnios o la agonía de un pueblo sirio acorralado entre la crueldad de sus gobernantes y la de los yihadistas. Pero se nos desliza una lágrima imparable cuando arde una de nuestras más bellas catedrales. Qué alma tan sensible tenemos.