Nos hemos acostumbrado a tener luz eléctrica con solo pulsar un interruptor en la pared, y al final nos importa poco si la lámpara permanece encendida durante horas, derrochando energía. Nacemos, vivimos y morimos bajo el signo de las comodidades, sin valorar su significado, y todo nos da igual porque creemos que, con un chasquido de dedos, siempre tendremos cualquier cosa a nuestro alcance.

En menos de setenta años, los libros han perdido su protagonismo como un elemento clave e indispensable del conocimiento, y la cultura, y cada vez más, se cuestiona su papel en este mundo digital, donde casi todos invertimos muchas horas detrás de una pantalla de teléfono móvil y donde solo nos importa consumir información de manera rápida y compulsiva. De hecho, podemos hablar incluso en términos de maltrato hacia ellos, con el significado tan destructivo que implica esa palabra, pero que demuestra la desconsideración de la que hacemos gala y hasta dónde ha llegado nuestro nivel de crudeza, sin comprender que los libros sienten y padecen como las personas.

Esto último surge de mi relación con ellos, tanto profesional como personal, y que ha dado lugar a que me encuentre con situaciones esperpénticas, propias del argumento de alguna película, que en teoría son imposibles que se materialicen en la realidad. Décadas atrás, no solo significaban el camino a ese conocimiento, sino que eran un elemento clave en la división de clases: los ricos siempre tenían medios para comprarlos y utilizarlos en su formación académica y para que sus hijos continuasen con la línea de dominio socioeconómico; los pobres no podían acceder a ellos, mientras continuaban encadenados a una situación de analfabetismo que beneficiaba a quienes no estaban dispuestos a redimirla, es decir, los que hacían de los libros su fuente de poder.

Por el contrario, hoy en día se ha extendido la necesidad de desprendernos urgentemente de ellos, pero en ciertas ocasiones lo hacemos de una manera mezquina, lo mismo que quien abandona a su perro en verano. Perpetrados de una inmensa individualidad, dejamos bolsas llenas en las esquinas de los centros comerciales, arrinconados como si fuesen basura; en realidad, hacerlo así es la muestra de que su propietario los considera como algo insignificante y prefiere su destrucción que donarlos a alguna biblioteca municipal o de una asociación de vecinos. Cumplieron su cometido; como objeto de uso, están condenados o no a su desaparición en función de las manos en las que caigan.

He visto hogueras de San Juan alimentadas con páginas y cubiertas en forma de material de combustión, gritando mientras se consumían entre el fuego, retorciéndose en cada renglón hasta convertirse en cenizas. Todo el mundo brindaba y reía, hipnotizado por el fuego destructor, mientras el conocimiento agonizaba. El reflejo de las llamas en mis gafas me convertía en cómplice de aquella atrocidad, sin hacer nada para impedirlo, pensando que llamamos bárbaros a quienes queman casas en conflictos bélicos con personas dentro y que nosotros, los asesinos de libros, nos consideramos civilizados bajo unas normas y unas conductas irreprochables.

Entonces, cada 23 de abril surge en el calendario la efeméride del Día Internacional del Libro como una fecha a la que hay que rendirle pleitesía, exaltando lo afortunados que somos porque aquel es el vehículo fundamental que garantiza que pasemos de la ignorancia a la razón, la instrucción y la cultura. Pero lo cierto es que no podemos obviar que cada día también damos pasos agigantados para sumergirnos en la oscuridad del pensamiento único y en la construcción de una sociedad en la que unos pocos nos someten a su voluntad. Destruimos y encarcelamos libros a conciencia y esa actitud inquisitorial corre el riesgo de convertirnos en jueces y verdugos de nuestro propio destino.

*Licenciado en Geografía e Historia