En uno de sus últimos libros, Los poderes salvajes, publicado en 2011, el gran Luigi Ferrajoli asegura que "está en curso un proceso de desconstitucionalización del sistema político italiano". Las fuerzas políticas y los sucesivos gobiernos italianos en la estela del berlusconismo han desconocido, cuando no atacado, los límites y los vínculos constitucionales impuestos a las instituciones representativas. No, la situación en España no es la misma, pero en casi todas las democracias parlamentarias europeas el riesgo del vaciamiento constitucional es una evidencia cada vez más incontrovertible. La evolución de un capitalismo globalizado y financiarizado choca con las promesas de autonomía colectiva e individual de la democracia, la igualdad de oportunidades, el crecimiento económico imparable y el mantenimiento -no se diga la expansión- del llamado Estado de Bienestar. A este capitalismo universalista, ilimitado y carnívoro no le sientan excesivamente bien las sujeciones y limitaciones de poder de las democracias liberales. Tienden a convertirse en un estorbo. Así que lo ideal consiste en mantener las elecciones, procurando que siempre gane el mismo partido, pero eliminando o reduciendo al máximo antigüallas como la separación de poderes, la intervención del Estado en la economía, los servicios públicos, los sindicatos y los derechos ciudadanos.

En esta horrenda campaña electoral ha quedado claro que España profundiza en las patologías de las democracias parlamentarias. Ninguno de los cuatro grandes partidos (más esos neofachas que conseguirán un 15% de los votos válidos) ha sido incapaz de sustraerse de retóricas populistas destinadas a sus respectivas parroquias. Ninguno. Tampoco el PSOE de Pedro Sánchez, cuyo programa electoral es el más pobre, deshilachado y palabrero de los presentados por los socialdemócratas españoles desde 1977, y que se ha pasado sus nueve meses en el poder desenterrando a Franco y sepultando la reforma laboral del PP -una profundización coherente, por otra parte, de la reforma decretada por el Gobierno de Rodríguez Zapatero en 2010- dejando para el final una burda lluvia de millones en forma de decretos leyes como obscena técnica de precampaña electoral.

En España la desconstitucionalización no llegará de la mano de émulos de Berlusconi o Salvini, sino por la renuncia expresa y diligente de los partidos políticos a llegar a consensos como base de reformas imprescindibles en el gobierno judicial, en las pensiones, el modelo educativo o la crisis político-territorial del Estado. Como señala Ferrajoli, los partidos se han transformado en un subsistema estatal que priorizan sus propios intereses y que buscan una polarización (verdadero o falsa) para reforzar sus posiciones en una campaña electoral que como El show de Truman dura ya toda la vida. Los hechos han perdido ya cualquier importancia y ese es el principio inicial de cualquier populismo, un populismo mesiánico como Podemos, cool como el del PSOE, friendly como el de Ciudadanos, nacionalcatólico como el del PP, macho, patriota y cinegético como el de Vox. En su primer discurso, Donald Trump afirmó que no cabía un alma en su toma de posesión. En realidad hacía más de medio siglo que no asistía tan poca gente. Trump se rio de las grabaciones y las fotos y musitó: "No me trago su mierda".