Un turista irlandés denuncio recientemente que en Tenerife le drogaron con burundanga para dejarlo sin un céntimo. Su relato ha llegado a los tabloides británicos: "Me quitaron el teléfono, el reloj de oro, la pulsera, 600 euros de mi cartera y me llevaron a un cajero automático". Y allí, después de supuestamente de obtener su clave, "procedieron a sacar todo el dinero que pudo de mis cuentas de bancos irlandeses y suizos hasta que mis cuentas dejaron de funcionar". Ejem. 27 añitos. Un reloj de oro, 600 euros en el bolsillo y cuentas bancarias en Suiza para que te desplume una mujer "bajita y de pelo rizado". Además de escopolamina esa supuesta dosis de burundanga contenía un fisco de justicia poética. Es una pena que la historia sea plenamente inverosímil. La escopolamina no funciona como una droga que suspenda tu voluntad y te obligue a cumplir las instrucciones de nadie como un zombi obediente, aunque babeante. Por lo general los que denuncian manipulaciones burundangueras utilizan esta fantasía para enmascarar una noche de quemar billetes por el torrente sanguíneo.

No deberíamos ser muy duros con los mentirosos. Nosotros mentimos a diario sobre nuestros prodigiosos sures turísticos. Frente al relato de malvadas señoras de pelo rizado que te drogan para convertirte en un pelele está una realidad que muy rara vez se discute en espacios públicos y son las miles de mujeres que se prostituyen diariamente en las zonas turísticas canarias sin ningún problema. Miles de mujeres, en su inmensa mayoría extranjeras y a menudo extracomunitarias, que llegan a Canarias a través de redes de proxenetas que renuevan la mercancía todos los meses. No recuerdo haber leído jamás una línea sobre una sola redada policial en establecimientos que se anuncian en las calles y en las carreteras de Tenerife y Gran Canaria, de Lanzarote o Fuerteventura. Es un infierno sórdido y mullido, claustrofóbico y exhibicionista, que tiene como normas la explotación, la amenaza y el miedo, y que no solo opera sin dificultades, sino que ha prosperado en los últimos lustros. Es exactamente igual que las drogas ilegales. No hay cosa más chistosa que el contraste entre el discurso prohibicionista oficial y el elevadísimo consumo cotidiano de todo tipo de drogas (desde la cocaína hasta las pequeñas canalladas de diseño químico, pasando por una renacida heroína) que pueden conseguirse sin ninguna dificultad en establecimientos locales perfectamente conocidos y reconocidos por esos andurriales de sol, playa y noches sin dormir, ritmo de la noche, yo tengo de todo. Ah, la imposible estadística del consumo de drogas ilegales en nuestros paraísos turísticos y toda su capacidad criminógena: las violaciones, las palizas, las broncas sangrientas, de vez en cuando un asesinato, a veces de un salvajismo aterrador, del que nunca más se supo. Porque lo más preocupante de todo es, precisamente, esa inusual combinación, prostitución, drogas y un nivel de homicidios realmente bajo, que solo puede explicarse técnicamente si se admite que son territorios bien ordenados, compartidos y gestionados por organizaciones criminales pactistas y pragmáticas a favor del bien (el mal) común.

Para burunganda la que tomamos nosotros -gracias al fútbol, a Neox o a la familia- para evitar enterarnos de lo que ocurre.