La clase media de todo el mundo está exprimida, concluye un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) presentado la pasada semana. Estamos hablando de un segmento fundamental para la estabilidad social y política. En España alcanza a casi el 60% de la población y se halla al borde del colapso porque, aunque trabaja más que antes, su nivel de vida se ha estancado o está en regresión. Este colectivo, además, no tiene escapatoria de Hacienda y es al que castigan sistemáticamente los gobiernos cuando empiezan a cacarear la cantinela de que van a subir impuestos a los ricos. Como nunca protesta y carece de voz coordinada, sus problemas a nadie ocupan en esta campaña.

La clase media es, en el fondo, la gran damnificada de la crisis. Los ricos han multiplicado su fortuna porque el parón redobló sus oportunidades para adquirir empresas o negocios a precios de saldo. Los necesitados, que ya partían en una situación precaria, han logrado al menos mantener intacta su red de protección, cuando no aumentado las ayudas para soportar los sinsabores. La situación de las personas que peor lo pasan en mitad de la tormenta ha ocupado el centro de la acción de los partidos durante estos años.

Canarias, con 228.200 parados, ha cronificado los efectos de la gran crisis de 2008 con un tejido social del que cada vez se ausenta más una clase media, que, en el caso isleño, tuvo una relevancia con el "boom" turístico de los sesenta con el empleo de sus ahorros en la adquisición de apartamentos que ayudaron a dinamizar un sector que empezaba a arrancar.

Por clase media entiende la OCDE aquellas personas que disfrutan de unos ingresos entre el 75% y el 200% de la renta nacional. En España equivaldría a la franja que percibe entre 11.400 y 30.500 euros anuales. Los de ese porcentaje salarial viven desde que estalló la burbuja objetivamente peor que antes. Han visto congelados sus emolumentos, cuando no menguados para mantener la competitividad de las empresas. Han afrontado un aumento constante en el coste de los alimentos, la educación y los combustibles. Comprar una casa requiere en la actualidad un tercio de la renta disponible cuando en los años 90 del pasado siglo apenas representaba un cuarto. Imposible para un joven que inicia su andadura laboral embarcarse en una propiedad inmobiliaria.

Y qué decir de los impuestos. Quien ya goza de la fortuna de disponer de un hogar propio comprueba cómo las administraciones lo estrujan para mantener la recaudación. Tener una propiedad no constituye ningún atractivo, aunque se intente estimular la posesión con una bonificación del impuesto de sucesiones, como ha ocurrido en Canarias, donde las aceptaciones de herencias siguen cayendo pese a la política proteccionista. Los propietarios viven en una psicosis permanente debido a los impuestos de administraciones varias, prefiriendo optar por la renuncia de un legado antes de adentrarse -otro asunto principal- en la selva burocrática de los trámites notariales y en un sistema registral y catastral con rasgos aún decimonónicos. La propiedad privada no solo es un elemento clave del modelo constitucional español, sino que su misma existencia está íntimamente ligada a la llamada clase media: una no se podría entender sin la otra.

Al empleo lo amenazan las frecuentes podas. Uno fijo no supone una rampa para prosperar. El ascensor social, la lícita aspiración de progresar trabajando mucho, quedó averiado en esta embestida. Una realidad demoledora porque frustra las expectativas y extiende la sensación de injusticia. Todo puede empeorar por las malas perspectivas del déficit y la deuda. Las familias canarias, afectadas por el mal del desempleo juvenil (un 37,30% de los menores de 25 años no logran acceder a un puesto de trabajo), viven de manera irremediable cómo sus hijos alargan la estancia en la casa familiar por la falta de recursos para independizarse, ya sea por la inestabilidad o porque simplemente no logran acceder al mercado laboral. La situación se convierte en más extrema cuando la pensión del abuelo sirve de salvavidas para mantener a hijos y a nietos, un modelo que, por desgracia, alcanzó su apogeo con los años de la recesión, pero que se mantiene ahí, y no de forma testimonial, dado el raquítico acceso laboral, las bajas nóminas y la falta de estímulos para la promoción interna en pequeñas y medianas empresas a la espera de la modernización de sus estructuras de mando.

Una nómina mileurista despreciada hace una década equivale hoy a un logro por la rebaja de la exigencia de poder adquisitivo. El "low cost" llegó para quedarse. Cuando cae el consumo también lo paga la clase media, integrada por muchos autónomos. Canarias, en todo caso, es ya una rara avis en el panorama de la precrisis, crisis y poscrisis, estadios en los que el monocultivo turístico no ha servido para conseguir aumentar la fortaleza económica de islas, donde la riqueza por su liderazgo por entradas de turismo contrasta con la precariedad del modelo laboral, con fenómenos tan críticos como las kellys, las camareras de piso en pésimas condiciones de trabajo.

En este caldo de cultivo de aspiraciones fundamentales desvanecidas, en ese clamor en el desierto, reverdece el populismo. Los populismos provocan desastres comprobables. Los descontentos los ignoran porque creen que no les queda otro camino que adherirse al simplismo ideológico para propinar una patada al sistema y obligarlo a ofrecer respuestas.

"Tienen que escuchar las preocupaciones de la gente y proteger y promover el nivel de vida de la clase media", reclama el mexicano Ángel Gurría, secretario general de la OCDE, a los políticos. Está en juego la espina dorsal que garantiza el buen funcionamiento de la democracia y modera los extremismos, el motor principal de la actividad. Los partidos ligan muchas de sus prioridades a grupos específicos, algunos minoritarios. Este no figura entre ellos.

La desigualdad, entre personas o entre territorios, revienta la cohesión. La inercia de campaña lleva a lanzarse a la yugular del enemigo y a hablar con revanchismo de izquierda y derecha, de derecha e izquierda. Predomina el griterío, el artificio malabar y el mensaje a las vísceras para adherir a los fieles y resucitar a los infieles. Nadie tiene un proyecto de país, ni plan alguno para rescatar a esa mayoría de la sociedad que ve comprometido su peso económico y su estilo de vida. Luego, que nadie lo dude, vendrán los lamentos.