Alguna vez he contado por escrito lo que siempre cuento cuando escribo de la pasión por leer, por vivir en un hermoso mundo lleno de papeles.

En mi casa no había libros sino prospectos. Un día descubrí los periódicos, cuando a mi madre le dieron un recorte de este periódico, EL DÍA. Contenía la crónica de un grave suceso ocurrido en la isla de La Palma: una torrentera asoló la zona de El Paso. EL DÍA ilustró la crónica, una página completa de tamaño sábana, con la fotografía de una de las víctimas de aquel tremendo suceso.

Durante semanas mi madre me leyó esa crónica. Yo tenía ocho años y aún no sabía leer. Al final de esas esforzadas lecturas ya sabía leer e incluso escribir. Luego he contagiado esa pasión por leer a muchas personas de mi entorno, y ahora estoy muy orgulloso de que mi sobrino Ramón, que es mecánico, me pida libros para leer y que mi hermana Candelaria ya lea más que yo.

Esa lectura de EL DÍA me convirtió en un apasionado de los papeles escritos. Durante algún tiempo, cuando aún no había ni periódicos ni libros en casa, yo recogía del suelo de las calles periódicos rotos, recortes, leía las letras y los números que certificaban la carga de los camiones, leía la publicidad en las tiendas, y leía, leía, leía, como si leer fuera, además de una necesidad o de un placer, una manía que desde entonces formó parte de las mejores costumbres de la vida.

Cuando descubrí la biblioteca del Instituto de Estudios Hispánicos ya pude tocar libros, leerlos por dentro, recomendarlos incluso. En la plaza del Charco, en el Puerto de la Cruz, vi a veteranos que venían del exilio o que habían permanecido en mi pueblo tras la guerra que llevaban libros y se los recomendaban entre ellos. Ante mi interés, me prestaron libros de Miguel de Unamuno, de Ángel Ganivet, de María Zambrano. Don Luis Castañeda, inolvidable maestro, alto como la palmera de la escuela, me leía versos de Miguel Hernández. Luego supe más de libros, los tuve, los subrayé, escribí de ellos e incluso los escribí, hasta el momento presente.

Pero entretanto hubo un suceso que me confirmó como lector apasionado no sólo por la lectura de los propios libros, sino también por la textura misma de sus portadas o sus páginas, por el placer de tocar el papel, de comprender con el tacto la enorme prestancia de estos objetos hechos de papel como para volar. Y fue porque un benemérito amigo, Manolo el Librero, al que ahora veo haciendo footing por el Taoro, me permitió tocar los libros por dentro y por fuera cuando en mi casa aún no los había.

Manolo sabía de mi pasión. La librería en la que trabajaba era una estación obligada de mis paseos por el pueblo. Era la librería que junto al muelle tenía con Eladio Santaella, espléndido y generoso empresario portuense que siempre distinguió al pueblo con su amor desinteresado por lo que allí debía ocurrir para hacer más grande la entonces precaria e ilusionada ciudad turística.

Aquellos libros que manejaba Manolo olían a salitre y a nuevo. Uno de los ejemplares que me dejó tocar fue Javier Mariño, de los primeros publicados por el ahora legendario Gonzalo Torrente Ballester. Por entonces yo aún no transitaba suplementos literarios, pero luego descubrí al ilustre gallego en las páginas literarias de Informaciones en las que destacaban las críticas de Rafael Conte. Aquel Javier Mariño tenía las cubiertas de tela áspera y de bellísimo azul. De las mejores texturas que tuve a mi disposición en aquellos primeros años de pasión por los libros.

Muchos años después, poco antes de su muerte, fui a visitar a Torrente. Y le conté este suceso temprano de mi vida como lector. Ya muy débil, don Gonzalo hizo señas a su mujer, la inolvidable Fernanda, y le hizo traer una última edición de aquel Javier Mariño, que me dedicó como si se la dedicara al muchacho que fui.

Ahora sigo tocando libros, guardándolos, leyéndolos, como leo periódicos, como contribuyo a hacerlos. Y todo empezó con la lectura que mi madre hizo de aquella crónica publicada en una de las sábanas legendarias que eran, en 1956, las páginas de El Día.