Llevo casi cinco años asistiendo con asiduidad a los muchos y estupendos campos de fútbol que se reparten por la Isla acompañando a mi hijo. Lo cierto es que dudo haya muchos sitios con instalaciones similares en otras partes del país. Son un lujo que tal vez no todos reconozcan por creer que esto es la normalidad. No es así.

Y no sé si es bueno o es malo. Si quiere decir algo o no aclara nada. Hay unas costosas inversiones decididas por los políticos con el argumento incontestable de lo beneficiosas que son para tantos y tantos jóvenes que ocupan buena parte de las tardes haciendo algo tan saludable como el ejercicio físico. Políticos que, por otra parte, son conscientes, por supuesto, de los muchos votos que estas cosas suponen. Y es que el fútbol es así. Como la fe, mueve montañas. Literalmente. Es pasión, emoción y, como el cupón de la ONCE, es ilusión. Y ambición.

Cada vez más padres ven en el balón de fútbol una hucha gigante -dónde habrá ido a parar nuestro cerdito de barro-, y sueñan con que su hijo será el nuevo Messi, el nuevo Cristiano o, cuando menos, un jugador de Primera o Segunda División. Según he leído, el salario mínimo en Primera División debe andar en torno a los 155.000 euros. En Segunda, en 75.000 euros. El polémico nuevo salario mínimo del mundo real es de 900 euros, 12.600 al año. Y venimos de uno de 735 al mes. Huelga comentar más.

En ambos casos, Primera y Segunda, los jugadores ganan mucho más que esa cifra oficial. La pista siempre la da el dinero. En este caso la pista para la que se ha liado entre los clubes modestos y los aspirantes a gallitos que captan críos de ocho años entre los equipos de categorías inferiores.

Los gallitos dicen que ellos sufren el mismo mercadeo. Los clubes de más entidad también les roban a los jugadores. Y los equipos profesionales que, en teoría, captan a las joyas, son víctimas de esta cadena de robos, en la que el niño es en lo último que se piensa. Si la perla, tenga la edad que tenga, brilla mucho, aparece un tiburón, un City o una Juve, que se llevará al crío como un trueno brutal para acostarlo en un colchón forrado de billetes.

El daño es irreparable. Un niño de ocho años se cree lo que no es y no será nunca. No hay nada peor en la vida que vivir completamente confundido. Solo genera frustraciones, veneno y la pestilencia del odio. Flaco favor les hacen a las criaturas esos padres que ven en los campos de aquí y allá unos destellos que les ciegan y que les hacen pensar que sus hijos serán estrellas de la galaxia del fútbol y futuros dibujos de los videojuegos, dejando los estudios tan en segundo plano que ni pasarán a recoger las notas.

Ir paso a paso, o, en lo que nos ocupa, pase a pase, tiene toda la lógica. El problema es que la lógica hace tiempo que no rige en este mundo que gira como un balón, o sea como le da la gana. El Barça le ha puesto a un cadete una cláusula de cien millones de euros.

Ante esta coyuntura, a ver quién es el guapo que hace ver a ese padre o a esa madre que su hijo no es Messi ni lo va a ser. Y que en el hipotético caso de que lo fuera necesitaría la confluencia de las estrellas para que se cerrara la cuadratura del círculo y algún cazatalentos lo viera con las mismas gafas que sus progenitores. Y por tanto, mejor será que se centre en estudiar. Por si acaso.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es