La decadencia se había apoderado de los barrios, de las ciudades, de las comunidades y hasta del país. Las confabulaciones eran la tónica habitual en el devenir de una situación política y social que necesitaba una pequeña revolución que permutara los desmanes del poder legislativo predominante. Las ideologías habían dado paso a las necesidades prácticas, y el hartazgo de los partidos tradicionales y las nuevas corrientes fracasaron. Era la hora de purgar los programas y exigir a los gobernantes que rindieran cuentas sobre sus éxitos y también sus naufragios. El momento de enjuiciar las promesas electorales había llegado tras la resistencia ciudadana a no permitir abusos en el voto. Daba igual el partido, lo que importaba era delimitar quiénes estaban del lado de la verdad y, por otra parte, los socios de la mentira. Las consecuencias se tradujeron en la Marcha de los Escaños Vacíos, un movimiento con representación puramente ciudadana que se había otorgado el derecho de actuar como jueces y fiscales para evaluar los mandatos y legislaturas. Concejales, presidentes, consejeros y hasta las asociaciones de vecinos estaban obligados a realizar un balance público de su gestión. Asistimos al tiempo de los olvidados, a la voz de Carmen, jubilada; a la palabra de Juan, pensionista que hace malabarismos para mantener a su prole; a la dignidad de María, que limpia casas sin saber cuándo tendrá que dejar la suya. Es el futuro, y Canarias no es ajena a los tribunales cívicos instaurados en plazas y barrios para, democráticamente y reservando la presunción de inocencia, dictar sentencia tras el veredicto popular. Los correctivos eran conmutables por trabajos para la comunidad, experimentando la fantástica sensación de vivir sin prestación por desempleo, quedarte sin casa por un desahucio o formar parte de la lista de espera que tanto quieren disimular. Habían cambiado los códigos, el lenguaje, los conceptos, los proyectos, las polémicas y la sutileza del verbo. Los olvidados analizaban los asuntos que otrora eran intocables. Solo pedían hacer realidad un anhelo: que se cumpliera la Constitución, ni más ni menos. La rebelión de los sublevados, que se constituyó como apartidista, dio libros a los que no leían, oratoria a los revolucionarios y ganas a los esperanzados. Sobre todo los dotó del verdadero poder de la elección. Antes del contubernio -censurable para algunos, necesario para otros- los que menos sabían de política eran aquellos que disponían de menos recursos socioeconómicos, reproduciendo así las desigualdades en el terreno de lo público y lo político; la situación dio un giro de 180 grados. El Tribunal de los Olvidados tenía como misión la defensa de la honradez y el cumplimiento de los programas electorales o de aquellas acciones que atentaran contra la Constitución. Perseguía a los corruptos, inmorales, prevaricadores y nepotistas. En este sistema, el juez vecinal era una especie de técnico designado por el grupo de los Asientos Vacíos del Congreso, que representaba al Estado Ciudadano y era superior a las partes sin recusación de las mismas.

El juez dirigía el proceso de principio a fin, con iniciativa propia y poderes muy amplios y discrecionales para ejercer su función. La prueba, en cuanto a su ubicación, recepción y valoración, era facultad exclusiva del mismo. No obstante, además de juzgar, investigaba los hechos y analizaba punto por punto si se había respetado lo acordado en el programa electoral de los partidos, dirigiendo las pesquisas para la búsqueda de culpables. Uno de los objetivos primordiales era descubrir la corrupción y que el acusado confesase, se convirtiera y, finalmente, le fuera impuesta la pena, siempre con el objetivo de reinsertarlo en las buenas formas de la praxis pública.

Durante el curso del proceso, el acusado es segregado de su círculo elitista y despojado de todas sus prebendas mediante la institución denominada Alejamiento Real. Sin embargo, sí existía la confesión de culpabilidad y el arrepentimiento, muy valorado por el Tribunal de los Olvidados. Cuando uno de ellos cumplía la condena se enfrentaba a una realidad para la que muchas veces no estaba preparado. El despertador no dio tregua y tocaba levantarse. Por un momento creyó golpear el mallete para dictar sentencia.