En la lejana infancia en la que los chicos de San Sebastián aprendíamos a tocar instrumentos de pulso y púa, a la espera del turno de pelado, se popularizó una canción boliviana de Gilberto Rojas, titulada Las palmeras, y su corpulento intérprete, Alberto Cortez. Tiempo después, el cantor argentino quedó integrado en el imaginario colectivo de mi generación con temas propios, letras y refranes del acervo popular y poemas de los autores que, entre el 98 y el 27, dieron lustre y gloria al idioma castellano.

La música ligera y bailable quedó en el baúl de la memoria y emergió un exitoso protagonista de recitales donde el público pedía algo más que temas de moda; una presencia poderosa que arrancaba con fuerza y, entre palabras cómplices y canciones emblemáticas, dejaba en los espectadores algo más, quizás mucho más, que un rato de nostalgia complacida. En la vida y el recuerdo fue y representó mucho más que una moda o un elemento activo de la ola suramericana que, para bien, nos colonizó en las tres últimas décadas del siglo XX.

Hace un año llenó el Guimerá y, en un sobrecogedor silencio, caminó con dificultad y apoyado en su pianista, el genial Fernando Badía, desde un lateral al centro del escenario en busca de un sillón, un atril con guiones y partituras y un vaso de agua. Tras la primera impresión, el aplauso cerrado, la proyección de la voz con el color de antaño, la emoción intacta, la comunicación directa y personal en un teatro abarrotado, y la sabiduría en la administración de los recursos, facultad exclusiva de los grandes, nos enseñó la capital lección de crecer sentado que conté en esta misma columna en la primavera pasada.

"A mis amigos les adeudo la ternura / y las palabras de aliento y el abrazo / el compartir con todos ellos la factura / que nos presenta la vida paso a paso€". En cuanto soltó el barco de papel de Jorge Guillén entramos todos en un viaje amable de dos horas, en la convicción de un hito irrepetible que nos devolvía sabores apacibles del pasado y sutiles señas del futuro incierto, una agridulce sensación de debut y despedida que Cortez nos regaló con palabras propias y ajenas apropiadas, como hizo siempre, para su gloria y nuestro gozo. Un año después.