Begoña se crio con sus abuelos, las personas más importantes de su vida. Ella, que tiene ojos azules preciosos y una leve cicatriz en la ceja izquierda que le dan un aire altivo, dice que jamás se ha enamorado, pero no es cierto. Desde que era un bebé quiso que los brazos que la acunaran, los que calmaran sus perretas, fueran los de Matilde y Octavio, los abuelos que ejercieron de papás. Su amor eran ellos. Su hija, la mamá de Begoña, era azafata, viajaba mucho y ellos pusieron orden en la vida de la niña. Se harían cargo de la criatura. Prepararon la habitación más cercana a la suya y allí la pequeña combatió catarros y perretas. Su mami viajaba mucho y el distanciamiento era cada vez mayor. Vivió en Miami y en Isla Margarita. Disfrutó de su juventud y tuvo dos hijas más. Begoña supo de mayor que tenía hermanas pero no movió un dedo para conocerlas. La tranquilidad de saber que sus padres cuidaban de su hija le permitió a la azafata vivir una vida divertida. Bego tenía 25 años cuando conoció a sus hermanas. Con los años fue testigo del deterioro de los abuelos pero ahí estaba ella para cuidarlos. Cuando un día la azafata quiso saber cómo estaban los viejos, supo que mamá había muerto y que papá tenía demencia senil. "Busca un centro y lo ingresas. Yo lo pago", ordenó. Dio patas y finalmente halló uno y llevó al abuelo. Cuando lo acomodó vio dos lagrimones deslizándose por las mejillas del anciano y entonces tomó la mejor decisión de su vida. Llevárselo a casa. En el camino notó un apretón en el brazo. Era su abuelo, su forma de dar las gracias. Regresaba a casa con una nieta dispuesta a saldar una deuda, pagar en atenciones lo mucho que hicieron por ella cuando era niña.