A primera hora de la noche del 23 de febrero de 1981 se produjeron muchas entradas y salidas de la sede de Fuerza Nueva en Santa Cruz de Tenerife, una actividad del todo inusual en un local muy poco visitado por nadie. Jovencitos sonrientes y enérgicos entraban y salían, algunos con sobres y papeles. Mis amigos y yo no teníamos ni bigote entonces, pero observamos el movimiento (nunca mejor dicho) con auténtica preocupación, que aumentó cuando llegó de paisano un oficial del Ejército, padre de una compañera de clases. Lo cuento porque éramos unos mocosos, unos mocosos que, salvo en el caso de un amigo, hijo de un dirigente de la UGT, no militábamos en ningún partido. Pero sabíamos en qué consistía Fuerza Nueva: un reducto de franquistas cuya nostalgia incurable no era precisamente pacífica.

Hoy se nos cuenta reiteradamente que Vox es otra cosa y que denominarlo una organización fascista o parafascista es un error. Sin duda, desde cierto rigor conceptual, es una definición imprecisa o insuficiente. Pero no es algo muy distinto. Lo único sustancial que distingue a Blas Piñar de Abascal son dos notas. Primero, la figura de Franco ya no resulta una invocación directa ni una fuente de legitimidad ideológica -mientras a las izquierdas patrias el Caudillo no se les cae de la boca, Abascal jamás se refiere al franquismo-, y segundo, el programa económico de Vox es un zurcido de medidas neoliberales difícilmente relacionable con las ínfulas estatatalizadoras que adornaban las martingalas joseantonianas. Económicamente no hay ni habrá nunca entre los voxistas una revolución pendiente. Sus batallas son fundamentalmente políticas, culturales, simbólicas. Como ocurre con muchas otras ultraderechas europeas. Es una torpeza estratégica de Abascal y sus compañeros: un discurso contra las élites económicas y financieras que connotase negativamente la globalización les proporcionaría una fuerza transversal que ahora mismo no tienen. Pero atención: ese discurso hecho a medida para los perdedores de la globalización -para los desempleados crómicos, el precariado exhausto y las clases medias empobrecidas- puede improvisarse en el seno de la ultraderecha española cualquier momento.

En cualquier caso el neofascismo de baja intensidad de Vox -la exaltación de la autoridad y la violencia, el afán recentralizador de las estructuras y competencias del Estado, la condena de izquierdas, feminismos y ecologismos como sórdidos elementos de disolución social, el estímulo al miedo a la inmigración y el multiculturalismo, el odio visceral a cualquier nacionalismo que no sea el suyo, la identificación con la Iglesia Católica, la transformación de la historiografía en historieta de flechas y pelayos- podías encontrártelo en ciertos barrios y calles de Madrid a finales de los setenta y principios de los ochenta. Y recibía por parte de la gente apenas desprecio, indiferencia, una punta de burla cada vez menos asustada y más patente. FN jamás consiguió más del 0,3% del voto en unas elecciones generales. A Vox las encuestas más razonables le conceden un 15%. No creo que hayan cambiado ellos. Ellos siempre han estado ahí. Hemos cambiado nosotros. Ha cambiado una democracia cada vez más miedosa, asustadiza, prostituida y deslegitimada. Una democracia a tiro de fascismos y populismos e infectada de banderas.