Los Juegos de Tokio pivotaron en torno al comunicado de Biles, su valiente renuncia a la gloria olímpica por preservar su salud mental y su sincera definición de presión, que pone en primera plana un debate absolutamente conveniente y que trasciende la relevancia de las medallas.

De presión habló también Djokovic, una de las estrellas que iluminó el firmamento japonés hasta que su luz fue menguando. La apagó Pablo Carreño para adjudicar a España la medalla que necesitaba el tenis, huérfano de referentes ante la ausencia de Nadal; y luego fue el serbio quien se apartó de la pugna por otra medalla (la del dobles) dejando sin opción a su propio compañero. No fueron los Juegos de Novak.

La presión mayor, sin embargo, ha sido hasta el final la de dirigentes olímpicos, gobernantes y organizadores. Ninguna decisión tan tormentosa como la que precedió al comienzo de las competiciones. Serían unos Juegos sin público. Así que los deportistas no tuvieron más estímulo que competir contra sí mismos, sin más ánimos externos que los que pudiesen recibir al otro lado de las pantallas. Ha faltado mucho para que fuesen unos Juegos modélicos, ni mucho menos los más brillantes de la historia, con suma diferencia sí los más difíciles y exigentes.

En pleno siglo XXI, se esperaba una mayor apuesta por la tecnología en una Japón que no disfrutó de sus Juegos. El país nipón no supo lucirse ni en la apertura ni en la clausura; y tampoco agradó a nadie con la desorganización del transporte ni en el propósito de volcarse en que la fiesta olímpica trascendiese las sedes y se desplegase por la ciudad.

De la presión de Simone Biles hablaron todos. Deportistas propios, ajenos, célebres y desconocidos. Gracias a los Juegos descubrimos la cuenta secreta en Twitter de Alberto Ginés López, uno de los grandes héroes del deporte español. Consiguió que el país entero se enganchase a su escalada y posterior caza del oro, que asimilase las normas, la puntuación y hasta los mensajes que él grapaba hasta hace unos meses en las redes sociales. También ahí decía estar harto de que solo se le hablase de los Juegos; Saúl Craviotto, otro de los medallistas españoles (en Tokio iguala a Cal) llegó a confesar que se le subían las pulsaciones cuando antes de viajar se le mencionaba su competición, su regata, su medalla. Fue plata, por cierto.

Con o sin presión, España llegaba con la intención de frenar la caída en el número de metales que comenzó en Atenas y fue acentuándose con el paso de los Juegos. 20, 19, 18, 17... Habría sido mal síntoma que la tendencia a la baja continuase en Tokio, donde España se vio lastrada por todo tipo de contratiempos. Desde el positivo inexplicable de Rahm a la lesión de Orlando Ortega. Tampoco le respetaron los jueces (en boxeo se escaparon así al menos dos metales y en skate el puesto de finalista de Danny León) y la suerte le fue esquiva hasta acentuarse hasta la neura el síndrome de los cuartos puestos en marcha. Y en vela, que sigue siendo deporte talismán aunque se escapasen hasta dos podios consecutivos por cuestión de un suspiro.

Se va la familia olímpica española con la sensación de que pudieron ser los Juegos que acercasen el medallero por fin a la mágica cifra de Barcelona. Pero mientras no haya un cambio en el modelo, probablemente tampoco haya cambios respecto a la horquilla de podios de siempre (17 a 20). Las decepciones vinieron del judo y del baloncesto; las alegrías, en el buen rendimiento de la mayoría de deportes colectivos y en las sorpresas de nombre Valero, Ginés o Zapata. Ninguna medalla tan celebrada como la de Teresa Portela (¡por fin!) y ninguna tan amarga en su desenlace como la del fútbol. España lleva desde Atlanta sin ganar una final olímpica por equipos. Y pasarán más de 30 años hasta que una generación de talentos -pudo ser la de Pedri- emule la proeza en el Camp Nou de los Guardiola, Kiko, Ferrer y demás.

Presiones las hubo de todos los colores y formas. La del futbolista tinerfeño del Barça era la de aprovechar una oportunidad que pudo ser única. Los Juegos son un estruendo de 20 días sin tregua que mantiene atrapado al planeta. Esta vez fue todo diferente. Habrá quien quiera vender Tokio 2020 como un éxito superlativo por haber superado las adversidades y vicisitudes de la pandemia. "Fue por los atletas, lo hicimos por los atletas", presumió Bach. Y habrá quien piense que no tenían sentido estos Juegos tan anómalos que dejan para París -a tres años vista- el reto de reconducir y devolver al movimiento olímpico a la normalidad y a la apoteosis de siempre. Eso sí es presión. El mundo ya mira a Francia.