La Red de Senderos de La Palma es famosa entre los caminantes locales y también foráneos. Sus trazados acercan distancias en toda la geografía insular, soportando pasos que siguen huellas centenarias, transitadas por antiguos pobladores que hacían del esfuerzo una forma de vida.

Cientos de kilómetros, según informaciones expertas, recuperadas para el placer y el ejercicio, que llevan desde la orilla del mar hasta las cumbres más húmedas, pasando por zonas de cultivos, ermitas, barrancos, depósitos de aguas, galerías, bosques de pinos, etcétera.

Los folletos que se entregan en las Oficinas de Turismo explican sus alcances, nomenclatura y señalización, siguiendo normas de distintas asociaciones españolas y europeas.

El entramado se integra por un sendero europeo (E), dos de grandes recorridos (GR), 38 de pequeños recorridos (PR) y 24 senderos locales (SL).

Uno de ellos, concretamente el PR LP 2.3, despertaba mi curiosidad desde hacía tiempo, quizás por los puntos y números de su catalogación, parecida al de un complejo programa informático, o por su diseño, circular, con inicio y fin en un lugar entrañable.

A diferencia de los buenos caminantes, que suelen acudir a sus citas con la naturaleza bien pertrechados aunque las excursiones parezcan fáciles, nos presentamos -dos “voluntarios” y servidor- a la aventura de forma improvisada, con más ilusión que fundamento.

De tal forma, el protagonismo de nuestro arsenal explorador lo tenía una cámara de fotos -aún a sabiendas que los recuerdos son imborrables cuando el espectáculo corre a cargo del paisaje-, en lugar de un buen par de zapatos de montaña, agua, gorra, linterna, abrigos, o bastones como aconsejan los montañeros avezados.

Al concluir nos enteraríamos -los folletos más elementales no lo explican- que las dificultades del trazado, los esfuerzos que exige y la descripción de pequeños peligros están bien reseñados en las guías más completas, que lo consideran apto para deportistas.

El sendero se inicia y concluye, o viceversa, en los aledaños del Santuario de la Virgen de las Nieves, patrona querida y venerada por los palmeros.

Antes de llegar al túnel, justo a la vera de un cartel que lo referencia a 400 metros y de otro que invita a la LP 101 existe un aparcamiento.

Allí puede comenzar la andadura, pero el interesado no debe buscar grandes indicativos ni señales ostentosas, porque no los encontrará. Si acaso un par de rayas paralelas horizontales, una especie de signo igual alargado, donde la franja superior es blanca y la inferior amarilla, la misma que deberá seguir con fruición.

Cada vez que las encuentre sabrá que la dirección que lleva es la correcta; si en vez de horizontales y paralelas las rayas que descubra se cruzan en forma de aspa deberá prestar atención, pues si se empeña en ese rumbo equivocará la ruta.

Atendiendo las normas, seguro de no abandonar el sendero, ni de remover plantas porque avanza por las entrañas de parques naturales, en síntesis, que va a ser respetuoso con esa catedral de vida que está a punto de mostrarle sus secretos, iniciará el periplo a través del Barranco de La Madera.

¿También usted se olvidó el agua?, ¿tampoco trajo linterna?, va a pasar algunos apuros porque encontrará túneles, tampoco muchos, pero sería una lástima renunciar a la fiesta. Una sola condición es insoslayable, no puede ir solo..

La primera parte, hasta llegar a un dique que cruza el barranco a pocos metros de un acantilado que asusta, es húmeda, verde a rabiar, con flores silvestres de todos los colores.

La segunda, una vez coronada la montaña donde existe una instalación que recibe el agua a borbotones de las galerías aledañas, se abre al sol.

En esa parte de la ladera lo que mandan son los pinos, enormes, repletos de vida, aunque todavía conserven negros sus troncos por culpa de incendios pasados.

A buen ritmo se puede hacer todo el trayecto en menos de cuatro horas, y cada minuto será una fiesta para los sentidos, los cinco.

Al comienzo, sin muchos agobios, ascendemos por caminos seguros, dejando a nuestro costado flores imposibles de enumerar por sus nombres cuando la ignorancia taxonómica -como en mi caso- nos alcanza siempre.

Blancas, amarillas, rosas, violetas, moteadas, con pétalos, sin ellos, grandes, pequeñas, gigantes, entreveradas con musgos, enroscadas a troncos, abrigando abejas, abejorros, sin ellos, brotando de la tierra, de las grietas o de la mismísima roca.

Cuando el asombro necesita ser renovado empiezan los precipicios, la niebla, el viento y los pinos con denominación de origen, sustentados de forma asombrosa y de alturas inverosímiles, como si estuviesen dirimiendo entre ellos quien llega antes a las nubes o se queda con toda la luz.

El descenso, más rápido y resbaladizo, concluye en el aparcamiento del santuario.

Allí, las últimas fotos, testimonian el milagro de la belleza.