Anfitrión de historias y guardián del sabor
Sacha: "No hay honor más grande que ver mi tortilla vaga reinterpretada en otras cocinas"
Firme defensor de la cocina andaluza, asegura, sin atisbo de pena: "Sacha se acabará cuando deje de divertirme”

Sacha Hormaechea, en su restaurante de Madrid.
Natalia Vaquero
En un rincón ajardinado del distrito madrileño de Chamartín, lejos del bullicio pero en el epicentro de la gastronomía mundial, se esconde un templo del sabor y la conversación: la Botillería y Fogón de Sacha. Al frente, con su inseparable sombrero y su coleta, está Sacha Hormaechea (Madrid, 1962), un cocinero que es el alma de una casa heredada de sus padres, Carlos y la irrepetible Pitila, quienes la abrieron en 1971.
De ellos aprendió los secretos del fogón y el arte, quizás más complejo, para llegar a ser un anfitrión excepcional. Sacha es un narrador nato, capaz de amenizar cualquier velada con historias tan inverosímiles como fascinantes, como aquella en la que su madre, Pitila, fue custodia de las famosas fotos del rey emérito y Bárbara Rey.
Platos que son leyenda
A pesar de esta faceta afable y entregada, el chef, que también es un excelente fotógrafo, personifica la discreción. No se relaciona con las redes sociales y prefiere el calor del aplauso directo de su clientela, entre la que se cuentan innumerables personalidades y compañeros de profesión que lo veneran en una ciudad convertida en la capital culinaria del planeta.
Uno de sus platos más icónicos es la mítica tortilla vaga. La historia cuenta que su amigo el arquitecto Rafael Moneo le pidió un revuelto como el que le hacía su abuela. Sacha, en un gesto de genialidad, batió enérgicamente el huevo y lo vertió sobre una sartén de hierro muy caliente, dejándolo apenas cuajado. Hoy la sirve con morcilla ibérica y piparra para demostrar que las grandes ideas nunca mueren, solo se transforman. “No hay honor más grande que ver mi tortilla vaga reinterpretada en otras cocinas”, asegura Sacha.

Tortilla vaga con morcilla ibérica y piparra. / N.V.
Su cocina es un reflejo de su carácter: honrada, directa y llena de convicción. Defiende la selección del producto y la tradición con vehemencia, como demuestra con su salpicón templado de bogavante con vinagreta gallega. Para él, es un manjar "que todo el mundo hace mal" al sucumbir a la tentación de meterlo en la nevera. Otro de sus clásicos indiscutibles es la falsa lasaña de 'txangurro'. En lugar de pasta, utiliza finísimas láminas de 'wonton' que se deshacen en la boca, albergando un generoso corazón de centollo. Un bocado que es pura elegancia y sabor.
Filosofía y un futuro anunciado
Sacha se define a sí mismo como un "nacionalista gastronómico". En esa defensa, rescata del olvido a la que considera la mejor y menos conocida de las cocinas peninsulares: la andaluza. Con su sabiduría de historiador aficionado, recuerda que "ya en el siglo VIII, en la época de Abderramán II, sabían comer mejor que nadie gracias al gastrónomo Ziryab".
Con la misma honradez con la que cocina, Sacha habla del futuro. Asegura, sin atisbo de pena, que "Sacha se acabará cuando deje de divertirme”. Su hija ha decidido no continuar la tradición. Será el punto final anunciado a la saga. Y es que este rincón de Chamartín no es una franquicia ni un modelo de negocio replicable; es el reflejo de un personaje, un lugar donde el plato es tan importante como la historia que lo acompaña. Mientras Sacha se divierta, Madrid tiene garantizado su refugio tabernario.
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