El Enófilo
Berria: el altar contemporáneo del vino
Podría decir que entré en Berria buscando una copa, pero mentiría: entré sabiendo que saldría con una historia

Sala de Berria. / Mulchand Chanrai

Madrid tiene la costumbre de esconder maravillas a la vuelta de cada esquina, pero confieso que pocas veces he sentido que cruzaba la puerta de un lugar que desafía de forma tan elegante lo que uno cree saber del vino.
Hay bares de vinos donde se va a tomar algo y bares de vinos que se convierten en destino. Berria es de estos últimos. No importa cuántas veces haya pasado frente a la Puerta de Alcalá ni cuántos bares haya visitado en esta ciudad que nunca duerme: aquí siempre siento que entro en un refugio líquido, un lugar que guarda botellas como quien guarda secretos bien contados.
Una barra que es un escenario
Lo primero que me atrapa es la barra: larga, luminosa, viva. A veces cuesta encontrar sitio, pero uno aprende que esperar en Berria es parte de la experiencia: se observa a otros clientes, se espía discretamente qué se sirve en la mesa de al lado, se escucha ese murmullo de confidencias que solo aparece en lugares donde el vino hace de confesor.
Detrás de la barra, el equipo de sumilleres es puro talento sin imposturas. Ellos saben que cada botella guarda un relato, una viña concreta, un año caprichoso de lluvias y soles. Pregunto por algo especial para empezar y, sin mirar la carta, dejo que me sorprendan. Es la forma más honesta de entregarse a un templo del vino: rendirse a la recomendación de quien acaricia etiquetas cada día.
Más de 3.000 botellas y un mismo ritual
Tienen más de tres mil referencias y un factor común: todas se abren con la misma ceremonia de respeto. A cada botella se la trata como si fuera única, porque en realidad lo es, aunque se repita la etiqueta, nunca se repite la historia detrás de cada corcho. Hay borgoñas míticos y tintos atlánticos de Galicia que parecen embotellar la bruma de la costa. Hay blancos españoles que sorprenden con una acidez electrizante y champagnes que susurran fiestas antiguas en cada burbuja.

Un vino de la Ribeira Sacra. / Mulchand Chanrai
Mientras mojo los labios en un vino que me recomiendan para abrir boca, me fijo en las botellas que rodean la sala acristalada: algunas parecen mirarme, invitándome a quedarme un poco más. Es casi un museo con etiquetas raras, añadas inalcanzables, sorpresas para quien sabe mirar y preguntar. Lo mejor es que esas botellas no se guardan como trofeos de coleccionista, aquí se descorchan sin miedo, se sirven por copas si la ocasión lo merece, se celebran.
Comer para beber mejor
Aunque uno venga por el vino, pronto descubre que se come a la altura de lo que se bebe. No es un restaurante de manteles y menús infinitos: es un wine bar con una carta breve, afinada como un violín. Pido una gilda suave, tan suave que parece susurrar a cada sorbo. Luego, unas albóndigas que potencian el tinto de la Ribeira Sacra que me sugieren. Aquí el maridaje no es un truco para subir el ticket: es una conversación sincera entre copa y plato, entre cliente y sumiller.
A veces basta con unos quesos bien curados o una ración de jamón ibérico 100% bellota. Otras, me dejo tentar por una ensaladilla cremosa, de esas que reconcilian la sencillez con la alta cocina. Para comer bien junto a un gran vino no hacen falta artificios: hace falta producto, respeto y ganas de hacer que cada bocado acompañe y no eclipse.
La sala acristalada

Bodega acristalada del wine bar. / Mulchand Chanrai
Otro de los placeres es perderse en su bodega vista. Desde la barra puedo observar cómo se organizan esas estanterías infinitas que suben casi hasta el techo. A veces, cuando el local está tranquilo, algún sumiller se ofrece a darme una vuelta rápida por la cava. Allí se respira silencio, temperatura perfecta y un leve aroma a corcho y madera que hace que uno olvide, por un instante, el bullicio de Madrid.
Pregunto por botellas imposibles y me cuentan anécdotas: un productor borgoñón que solo vende a clientes de confianza, un champagne que viajó en la bodega personal de un cliente habitual, un jerez que descansa a la espera de alguien que lo entienda de verdad.
Salgo de Berria igual que entré: con la certeza de que aún no lo he probado todo, de que cada visita será distinta porque el vino, como la vida, cambia de humor y de temperatura. La lista rota, las botellas entran y salen, las historias se renuevan. No hay dos copas iguales ni dos noches repetidas.
Por eso no prometo volver: lo doy por hecho. Este wine bar se ha convertido para mí en uno de mis templos del vino favoritos de la capital.
Berria no es solo una dirección en Madrid: es una forma de beber, de estar, de celebrar la pausa y la conversación. Y si uno ama el vino, el vino de verdad, tarde o temprano acaba aquí. Y siempre se va con ganas de repetir. ¡Salud!
- Una cadena hotelera compra dos edificios en Tenerife para dar techo a su plantilla
- Medidas ante los problemas de aparcamiento en La Punta, en La Laguna: 214.000 euros para adquirir un terreno
- La aristocracia canaria: un 1% de las familias atesora 60.000 millones
- La niebla y la cizalladura en los aeropuertos de Tenerife ya ponen en apuros a los aviones
- Un motorista sufre la amputación de una pierna en una colisión en Tenerife
- Dos apuñalados en una pelea a plena luz en Santa Cruz de Tenerife
- Sancionados 15 motoristas por circular por un espacio protegido en Tenerife: 1.500 euros cada uno
- El fin de un ciclo en el CD Tenerife, la principal consecuencia de la última Junta Extraordinaria