La palabra peje hace referencia a cualquier animal vertebrado, que nace y vive en el agua y respira por branquias, de cuerpo generalmente cubierto de escamas y con aletas para nadar. El Diccionario histórico del español en Canarias recoge protocolos del siglo XVI en los que ya nadaba la voz pexe, que a través de aleteos en el tiempo fue mudando a peje, como así se refleja en obras de autores como Álvarez Rixo, Historia del Puerto de Arrecife; José Rodríguez Moure, El Vizconde de Buen Paso; Luis Álvarez Cruz, Retablo isleño, o José Rial en Maloficio, entre otros.

Lo peculiar en el español de Canarias es la variante peje verde, que comparte con algunas zonas de Portugal y con el dialecto canario de la Luisiana, según recoge el filólogo y dialectólogo Manuel Alvar, que lo define como «pez de color verde, azulado por los flancos y en ellos una lista roja. Es comestible y vive en las cercanías de las costas».

Pues ahondando en esos fondos, peculiar también es el restaurante Pejeverde, un local amarrado en el puerto deportivo del Acantilado de Los Gigantes, en la costa de Santiago del Teide, a la vista de ese soberano farallón que además le sirve de excepcional pesquero.

Desde la filosofía de una cocina artesanal, como las artes de pesca que maneja el patrón Jacobo a bordo de la embarcación propiedad del restaurante, Samuel timonea en la cocina, junto a Moi y Aimé, y sobre la cubierta de la sala, a babor y estribor, Evelyn, Olivia y Nino se afanan en el servicio al cliente. 

En Pejeverde, al atún se le mira cara a cara, con la veneración que se profesa a un animal generoso en el esfuerzo y de naturaleza tan noble, y que se presenta en mesa con el ritual que le corresponde y sus precisos cortes, ya sea acevichado –aún sin ser pescado blanco–, leche de tigre, cebolla morada, millo tostado y cilantro; la ventresca de atún rojo a la plancha, sin más, o un tartar –no uno cualquiera– con aguacate y remolacha, además de la ensaladilla de batata y bonito, coronada con un crujiente de tapioca y tinta de calamar y el oloroso beso de la albahaca, o también ese sashimi de medregal, ahumado conJack Daniels y el toque de mayonesa de alioli.

De regreso a la orilla, los golpes de la mar estallan, junto a un vino Blanco Nube, y resulta sencillamente sabrosa esa inmersión en una sopa de lapas, almejas y mejillones, aromas intensos que van y vienen, como las mareas. Y fresco en boca resulta también un gazpacho de mango con caballa marinada, al que el aceite de albahaca y una piña en brunoise, además de tomates cherry y brotes que acentúan tan gratificante intensidad.

La llegada de un arroz negro a una mesa contigua provoca un prolongado ¡ooh! de admiración, y el inevitable giro de cabezas y ojos, mientras en cocina Samuel sigue a lo suyo, reivindicado un pescado como la mítica vieja, semijareada en la playa, en los tradicionales charcos donde se desespina el pescado, para terminarla en una ravioli con alga espirulina, o bien envolviendo en un paño la ventresca del patudo, momificado, manteniéndolo con sus cambios un mes en sal.

En superficie o de fondo, a caña o liña, ¡qué sabroso este Pejeverde!