Esta novela, obra de Rafael Arozarena, ha venido alimentando hambre de lecturas desde la década de los setenta del pasado siglo. Las páginas del tiempo se han encargado de convertirla en una obra clásica de la literatura canaria, en un mito del imaginario isleño, alegoría de una tierra feraz, de la dureza del volcán, imagen de miseria y soledad, también de idílicos sueños. 

Una novela como Mararía –antes ya se había publicado el poema María la de Femés, en un libro titulado A la sombra de los cuervos– ha venido alimentando hambre de lecturas desde la década de los setenta del pasado siglo. Las páginas del tiempo se han encargado de convertirla en una obra clásica de la literatura canaria, en un mito del imaginario isleño, alegoría de una tierra feraz, del volcán, imagen de miseria y soledad, también de idílicos sueños.

En su condición de técnico de la compañía Telefónica, Rafael Arozarena puso rumbo a Lanzarote en los años cuarenta resuelto a instalar un conjunto de antenas en la Atalaya de Femés y durante sus ocho meses de estancia se enamoró de aquella Isla, prisionera de la posguerra. Con sentido del humor, Rafael contaba que su dieta se limitaba a «una docena de higos porretos y dieciséis litros de vino de Uga a la semana» y cómo el hambre y el vino lo hacían ver extraordinarias visiones, como la Isla de Lobos «en forma de una chuleta (...) humeante y en su punto y yo le hincaba el diente, y me sabía a gloria y gracias a esto puedo jurarles que estoy vivo».

Esas imágenes, esos recuerdos, los llevaría a las páginas de una novela que, a su pesar, eclipsó el resto de su producción literaria, al punto que consideraba que Mararía había sido obra del alma de un poeta.

Ya desde las primeras líneas, el traqueteo del camión que conduce Pedro El Geito suena a bendita aparición: «Los muchachos descargan sandías, sacos de garbanzos y lentejas, cestas de uvas, barricas de vino y buena cantidad de cántaros lecheros». El maná.

La veneración por el vino de Uga se transmite de forma evidente en esta descripción: «(...) de color agradable y un sabor fuerte, a tierra, a uva ácida, a madera. Lo sentí más allá del paladar, sentí su aroma correr por mis venas a través de todo el cuerpo». Para Marcial, el Jorobado se trata de «un buen caldo. De Uga. Lo que da la parra».

El banquete de la boda de María da idea de las estrecheces: «Había una mesa muy larga (...), con muchas botellas y bandejas con dátiles, higos porretos, pejines, pan de huevo y sandía (….) Los chicos se arremolinaban en las puertas y miraban como asustados aquel derroche de comida».

Y la sempiterna figura de Isidro, la construcción de un personaje, el cacicón, que «tiene el vino. Isidro tiene pescado salpreso y fruta seca. Isidro tiene tierras y deja que otros las trabajen. Isidro tiene garbanzos y lentejas. Isidro lo da todo, lo fía todo y cobra a la larga».

En la caracterización de ambientes, la vendimia ocupa un lugar principal en una tierra vitivinícola como la conejera: «(...) y de los pueblos más cercanos acudía la gente a La Cantarrana en busca de trabajo. La mayoría eran mujeres y se presentaban tres o cuatro juntas». También de un paisaje: «Por toda aquella cañada de los malpaíses se veían grupos diseminados de trabajadores, hombres y mujeres recogiendo las uvas. Otros formaban como un reguero de hormigas por los senderillos de aquel vasto campo, con grandes cestas rebosantes de racimos brillando al sol».

En las celebraciones y los festejos tiene cabida hasta la sangría, que tal y como relata Rafael Arozarena se prepara a base de «vino, agua y trozos de frutas pasadas», pero con una clara diferenciación sexista. «Esto para las mujeres, porque los hombres tenían entrada libre en la bodega para que bebieran ese día a la salud del amo».

En otro pasaje de la novela, una invitación a comer por parte del marido de Trinidad desprende, si se quiere, una cierta distinción de clase, que se hace visible en el menú que se brinda y en los detalles. «Y así comimos aquel día un sancocho de mero que estaba sabroso y unas batatas de Sóo, dulcitas, unas blancas y otras amarillas como si fueran de huevo». El vino, por supuesto, era de Uga, «del que nosotros habíamos llevado, y aunque estaba algo caliente, a mí me daba un frescor en la garganta, como si me limpiara toda la tierra que había tragado en el viaje.

Comimos dentro, en el comedor de la casa, y ellos se sentaron con nosotros». Y, claro, a Trinidad le correspondió servir el café y lo hizo «en unas tacitas azules con asas doradas que, según nos dijo, se las habían regalado el día de su boda y no le quedaban del juego sino aquellas cuatro».

Otro de los personajes, el viejo Don Abel, valiente y de buen humor, sonreía mientras invitaba «a un jarro de leche de cabra».

¿Recuerdan a Marcial el Jorobado? Su imagen se humaniza en una escena enternecedora, cuando chasqueando la lengua al beberse un vaso de un solo trago se le salieron lagrimillas en los ojos. «¡Ron de Cuba, coño!», exclamó. De Cuba era, sí. Por lo visto, Marcial era un especialista y muy amoroso del tal ron». La nostalgia.

El alma de un humanista

Rafael Arozarena Doblado nace y muere en Santa Cruz de Tenerife (1923-2009). En torno a 1935 cursa los estudios de Bachillerato, tiempo en el que conoce al naturalista Agustín Cabrera y al escritor Agustín Espinosa quienes conducirán su vocación hacia la ciencia y la literatura. Al inicio de los cuarenta colabora con el médico y entomólogo Natael Cabrera en el estudio de los insectos de las islas. Junto con José María Fernández y Manuel Morales constituye el embrión de lo que será el Museo de Ciencias Naturales. A mediados de esa década se incorpora al servicio militar. En 1948 se traslada como telegrafista a Lanzarote, paisaje que impulsa sus primeros pasos poéticos y novelísticos. Entrada ya la década del cincuenta gana unas oposiciones a practicante, profesión en la que trabajará hasta 1985 en el servicio Portuario de Santa Cruz de Tenerife y, a partir de esa fecha, en la Residencia de la Candelaria. Se retira en 1988, año en el que se le concede el Premio Canarias de Literatura junto al otro escritor fetasiano y amigo, Isaac de Vega. Desde 1985, de la novela Mararía se han realizado adaptaciones dramáticas y en 1998 una versión cinematográfica dirigida por Antonio José Betancor con banda sonora de Pedro Guerra. Recientemente se estrenó el montaje teatral Mararía la de Femés. Este polifacético autor impone un peculiar cromatismo a su escritura, ya sea narrativa (Cerveza de grano rojo, novelas juveniles y relatos cortos) o poética (Romancero canario, El ómnibus pintado con cerezas, Fetasian Sky, entre otras obras). El placer por el color también lo condujo hacia el arte pictórico, del que ofreció frecuentes muestras en diversas exposiciones.