En épocas de hambruna mucha gente en las Islas se alimentaba de chuchangas, que es así –también en algunas zonas se usa chuchango– como se conoce en Canarias a los caracoles de tierra, una voz que guarda ciertas semejanzas con la chucha (almeja que cita Pedro Cieza de León en La crónica de Perú) o también con chuchar (un portuguesismo que significa coloquialmente chupar). Con todo, en las obras de autores como Viera y Clavijo, Benito Pérez Galdós. Luis Maffiotte, Pancho Guerra o los diccionarios de los Millares, entre otros, se hace referencia a este molusco, huésped habitual de la viña y los árboles frutales, de cuyas hojas se alimenta, bien aclimatado a terrenos húmedos y cálidos y que, en ocasiones, surge hasta de debajo mismo de las piedras convertido en una auténtica plaga.

Lo cierto es que como bocado cuenta con sus incondicionales, y de igual manera con detractores, a quienes los primeros suelen mandar a freír chuchangas, esa expresión pronunciada con evidente enojo que en las Islas sustituye a aquella otra de irse a freír espárragos.

Pues este sencillo manjar, que está para chuparse los dedos –hay quien sostiene que el verdadero secreto reposa en la salsa y de ahí el inevitable sopeteo con pan–, forma parte de la carta que ofrece Aday Martín en La Cueva de Nemesio (en la carretera que asciende hasta el Teide por Arafo), resuelto como está el joven maestro arrocero a rescatar los sabores de la memoria para llevarlos hasta la mesa. A propósito de las chuchangas, asegura Aday con orgullo que uno de los precursores de este plato fue su abuelo Mario, que conoció cuando cumplía la mili en Cádiz y quien a su vuelta a la Isla se trajo la receta en el equipaje.

Aquella fórmula original se fue transmitiendo de generación en generación, de ahí que cayera en manos de Amelia Martín, su madre, que la popularizó hasta la adoración en el bar Los Tres Espejos, en La Cuesta, un plato con el que el pequeño Aday se inició en el trajín de la cocina y que ahora se sirve en La Cueva de Nemesio, siguiendo los mismos pasos y con género traído desde Cantabria, Madrid o Murcia, la chuchanga perfectamente envasada y limpia, tan solo lista para cocinarla.

Pero además de este delicioso rastro, la propuesta se nutre con auténticas señas de identidad de la cocina popular, como el caso de la cabrilla –no el pescado, sino el gofio en polvo–, aperitivo que se empuja con un buen trago de vino de la casa –blanco o tinto de Tacoronte–, tal y como se hacía en las ventas de antaño; las tablas de queso isleño (con almogrote; gofio, almendras y miel de palma; con mojos); una reconfortante crema de berros que se corona con queso rallado ante el comensal; el icónico puchero ahumado junto al fuego del hogar; pescado salado con batata; bacalao encebollado; conejo frito; carne de cabra o de fiesta... Eso sin olvidar la gama de arroces, elaborados con la variedad Bahía del valenciano Rafael Máñez, y en el capítulo dulce la mano de Belén Suárez, guardiana de una repostería tradicional, con ejemplos como la tarta de manzana; quesillo; flan de mango; bizcocho con naranja y chocolate caliente...

Pero, ¡qué chuchangas tan sabrosas!