Allá por las bandas del Sur se labra esta historia que tiene como principal protagonista la figura de Alejandro Bello. «Mi infancia no fue fácil; crecí en el barrio de Las Zocas, en el seno de una familia humilde; éramos 8 hermanos», comenta con una voz cuajada de nostalgia.

Este núcleo, en el término municipal de San Miguel, comarca de Abona, ya aparece registrado a mediados del siglo XIX por Pedro de Olive en su Diccionario estadístico-administrativo de las Islas Canarias, que lo describe como un pequeño «caserío situado en el término jurisdiccional de San Miguel (...). Dista de la cabeza del distrito municipal 1 kilómetro 251 metros, y lo componen 19 edificios de un piso y 1 de dos, habitados 16 constantemente por 16 vecinos, 92 almas, y 21 inhabitados».

El nombre del barrio procede de la voz zoca, que la Real Academia (RAE) define como «parte del tronco de un árbol que queda unida a la raíz cuando lo cortan». Es más, existe documentación donde se constata que Las Zocas figura en un testamento de 1655, aunque entonces se escribió como Las Socas, con s en lugar de z.

Pues como ese tocón de madera, Alejandro mostró ya desde la raíz un evidente interés por el mundo de la cocina, una pasión que iría creciendo con el paso del tiempo. A la edad de 15 años, siendo un chiquillo y obligado por la situación familiar, comenzó a trajinar en el bar que, después de muchos esfuerzos, habían montado sus padres, Rosario y Antonio.

De su progenitor recuerda las historias sobre el duro trabajo en el Sáhara y, de vuelta a la Isla, conduciendo camiones por la autopista y hasta el trenecito turístico en Ten-Bel. De ella guarda en la despensa de la memoria aquellos excepcionales guisos, «como el de la ropa vieja de cabra», una receta que conserva celosamente. «Siempre amochada en la cocina» era quien regentaba aquel bar familiar «con mesas de formica y dos tubos fluorescentes», donde se reunía la gente del lugar a echar partidas de cartas y dominó... y beber durante interminables horas.

Tras esa escuela de vida, Alejandro, cumplida la mayoría de edad, tomaba el mismo rumbo que muchos jóvenes: el sector servicios. «Fue en un restaurante centrado en el turismo», comenta, renglón que ya se significaba como motor económico. Lo cierto es que las cualidades heredadas de sus padres, buenas maneras en el desempeño del oficio y capacidad de sacrificio, no pasaron desapercibidas, de manera que un restaurante de más categoría lo reclamó y allí desarrolló 13 años de su vida.

Con este poso, desde su condición de autodidacta, consideró que había llegado el momento de montar algo propio y en 2003 se metía en la piel de empresario, abriendo su primer negocio de restauración. «La inexperiencia y factores externos se alinearon para concluir con el abandono del proyecto al cabo de solo dos años», reconoce con cierta amargura. Sin embargo, admite que lo que entonces parecía un duro golpe lo invitó a reflexionar y tomar una de sus mejores decisiones: volver a la zoca, a la raíz, convirtiendo el viejo bar de sus padres en un pequeño restaurante. Ya con un punto de madurez, Alejandro sentía cómo crecía su pasión y se agudizaban sus sentidos. 

Aquello era un hervidero constante, «todo un referente», dice Alejandro, al tiempo que se le ilumina la cara y le brillan los ojos. Tal fue el éxito que, cinco años más tarde, se le presentó la oportunidad de su vida: un local con más aforo y además bien situado. No se lo pensó y tiró pa’l barrio de La Camella, en el municipio de Arona, y desde entonces. alongado a la Carretera General, El Lajar de Bello ha convertido aquella áspera medianía en un lugar de excelencia gastronómica: «Aquí los clientes se multiplican y cada vez perfecciono más mi cocina, innovando y ofertando una infinidad de platos personalizados, sin olvidar la importancia de mantener la raíz del producto», explica.

Nada más trasponer la puerta de entrada al restaurante, la primera impresión es la de haber ingresado en otro mundo donde el tiempo parece haber quedado detenido; no hay prisas, reina la calma, aislados del bullicio del tráfico.

Tras la barra, Víctor esboza una sonrisa franca –nada de imposturas–, al tiempo que saluda. Por entonces, los sentidos ya van recorriendo una amplia sala que desprende esa aroma inconfundible a orden y organización –mise en place, dicen los franceses– y el gusto de una evidente elegancia (la madera tiene ese sabor inconfundible), sin necesidad de recurrir a barroquismos. Todo conduce al equilibrio: mesas, adornos...

Álex y Vanesa sirven de introductores; no sólo acomodan al cliente con buenas maneras, mostrando un trato personalizado y familiar, sino que lo hacen además sin caer en el halago empalagoso.

Una terrina de mantequilla de cabra con tomate seco y una variada selección de panes sirven de prólogo, acompañados por una copa de AT Roca, un rosado del Penedés, como fresca bienvenida. La secuencia continúa con un delicioso gazpacho de mango, salpicado de salmón, manzana verde y un atenuado toque de vinagre, que hay quien prefiere tomar a los postres; un plato delirante es el micuit de foie con plátano en pan brioche y aliñado con miel de palma de taso, bien atemperado; la popular ensaladilla aquí se eleva con la papa negra, cebolla roja, guisantes y aceituna negra liofilizada.

De ahí al steak tartar, preparado con un solomilo de Wayu, un clásico que en manos de Alejandro se potencia con la intensidad de la cúrcuma y las alcaparras. O también un rejo de pulpo frito y, por supuesto, el arroz, uma marca de la casa. En este caso de sepias y con cola de bogavante, sencillamente delicioso. De postre, una sopa de chocolate blanco y como final, la promesa de regresar para probar la ropa vieja de cabra. Y volver a la raíz, a la zoca.