De tal palo... reza el refrán y hay casos en la gastronomía isleña que aseguran la supervivencia y el relevo en los fogones, al menos durante una generación más.

Carlos Gamonal. El primer recuerdo que liga a Carlos Gamonal (hijo) al mundo de la cocina rezuma en el ámbito familiar: las cacerolas humeando; aquella carne de cerdo agridulce; la magnífica ensaladilla tropical; la leche frita... Afirma que se le despertó el gusanillo por el oficio con ocasión de un viaje que realizó junto a su padre, en la década de los noventa, a la Feria Sirha, en la ciudad francesa de Lyon, referente mundial de la gastronomía. «De los cocineros que estaba acostumbrado a ver, con mandil corto y aspecto sucio, me encontré uniformados de impoluto blanco, con chaquetillas, gorros hasta el cielo y delantales hasta el suelo... ¡Y acompañados por azafatas! ¡Maravilloso!».

De su padre valora que es «un enamorado del producto; su fidelidad a los puntos de cocción; la máxima de cocinar sin prisas y probar cualquier plato antes de servirlo». Y, además, subraya que «siempre nos ha dado plena libertad para desarrollar nuestras ideas, además unos sabios consejos como el del cuidad y la atención al personal».

Carlos personifica la tercera generación de una saga que ha puesto Tenerife y la cocina canaria en el mapa mundial con el restaurante El Drago como bandera. Se le hace la boca agua con la receta de rabo de toro de su padre (sin olvidar la del puchero), de inspiración francesa y la raíz abulense de su abuela, «estofado a la borgoñesa en vino tinto». Y si fuera él quien tuviera que servirle, no dudaría en montarle «una ensalada de foie gras con sus piñones y demás». Con todo el cariño del mundo.

Víctor Galván. Creció entre calderos. Con 54 años ya a sus espaldas, recuerda que cuando salía de clases «mi primera parada era la casa de comidas». Allí se empapaba de las tareas, envuelto en aquel ajetreo constante. Su padre, Tomás, trabajaba en la casa de los Ramos, un reconocido negocio textil en La Laguna, y como complemento a la economía familar, su madre, Verísima, había arrendado una ventita con unas pocas mesas donde servía sabrosas tortillas de papas y recetas de comida casera. Tal fue el éxito, que al cabo de dos años tuvieron que trasladarse a un local de mayores dimensiones. Para entonces, Tomás ya había pedido excedencia y la familia se embarcó en aquella sabrosa aventura.

«Quienes conocían la buena mano de mi madre, los animaron a especializarse con las costillas de cerdo con papas, piña y mojo, que familiares y amistades comíamos en época de vendimia». Así fue. Desde 1977, Bodegón Casa Tomás se ha erigido en uno de los locales más singulares de la cocina canaria, alcanzando una fama que traspasa las fronteras de la Isla y del Archipiélago. «Desde los inicios nos ayudó mucho la cercanía al aeropuerto de Los Rodeos y, sobre todo, la complicidad de los taxistas, que traían a los clientes a nuestra casa». El boca a boca ha hecho lo demás. De su padre, Víctor destaca «el esfuerzo, la capacidad de sacrificio y que mantenga viva la ilusión del primer día», dice. «No falla; siempre está al pie del cañón». Y con una sonrisa.

Paolo Nel. Con 20 años, Paolo Nel cursa estudios de hostelería en Madrid, en el prestigioso MOM Culinary Institute que dirige Paco Roncero. Su pasión por la cocina nació con él, inscrita en el ADN. Sus padres, Pedro y Bibiana, siempre han estado ligados al mundo de la restauración y desde niño ha vivido «rodeado del ambiente de los restaurantes», que con el paso del tiempo se han ido convirtiendo, de manera natural, en una parte intrínseca de su existencia. «Desde que tengo uso de razón ya sentía que me quería dedicar a esto». Tiene un buen espejo en el que mirarse. De su padre destaca su vocación de enseñar, «el interés por formar a quienes trabajan junto a él, de manera que cuando alguien decide tomar su camino lo hace con un bagaje muy profesional». En palabras de Paolo, su progenitor –al que admira como maestro– es algo así como «una universidad: sus restaurantes son auténticas escuelas de cocina». 

Hay un plato de su padre que guarda en la despensa de la memoria: «Me hacía unos raviolis rellenos de espinacas y con queso azul que ya nunca olvidé». Y parece que los paladea mientras pronuncia la frase. Puesto a servir y agasajar a su padre, también lo tiene muy claro: «Le apasiona que le prepare mi arroz con leche».

Lucas Maes. A sus 25 años, reconoce que viendo las «penalidades» que sufrían sus padres en un oficio tan duro y exigente, «siempre tuve cierto rechazo hacia la cocina», un oficio que considera ligado a «un enorme sacrificio y al hecho de tener que asumir muchas renuncias personales».

Con todo, Luc, que estudió Dirección de Empresas, se planteó ganarse unas perrillas y fue así cómo le propuso a su padre echar una mano en sala, de ahí que actualmente oficie en el reconocido restaurante Zumaque del Puerto de la Cruz: «La cocina también me gusta», comenta, «pero en la sala me manejo mejor», y aunque se considere una tarea menos vistosa y reconocida que la de los chefs, él la reivindica y se siente profundamente orgulloso. «Creo que cocina y sala están a la misma altura profesional; lo importante es dar un buen servicio al cliente». Esa cualidad la ha aprendido de su padre, de quien admira «su enorme capacidad de trabajo, por supuesto mucho mayor que la mía», así como su «originalidad y creatividad», producto del amor que siente por lo que hace.

Uno de esos platos que lo conquistan es el ceviche, como el de corvina, que Lucas Maes «borda como nadie», asegura su hijo.