Toda la filmografía de Darren Aronofsky demuestra lo mucho que el neoyorquino disfruta sometiendo a sus personajes al sufrimiento físico y espiritual, y en ‘La ballena’ ese sadismo raya la parodia. La película retrata a un hombre gay de 250 kilos enfrentado a un dolor emocional insoportable y la muerte inminente, y entretanto se dedica a castigarnos tanto a él como a nosotros. Es un miserabilismo, eso sí, que finge ser una llamada a la empatía

Sin embargo, es difícil empatizar con la lástima y la repugnancia que Aronofsky evidencia mientras contempla al personaje en situaciones humillantes -masturbándose, totalmente desnudo, comiendo como un cerdo- y, entretanto, muestra menos interés en lo que siente una persona homosexual y obesa en este mundo cruel que en convertir la homosexualidad y la obesidad de su protagonista en algo vergonzoso. Y la insinceridad de ‘La ballena’ queda también clara a través tanto de su descarada sobrecarga de elementos argumentales melodramáticos -sectas religiosas, traumas familiares, suicidios- como de todos esos diélogos discursivos puestos en boca de personajes que o bien son meros símbolos o bien solo sirven para airear miserias a gritos.

‘La ballena’ supondrá el resurgir profesional de Brendan Fraser. Y celebrarlo no impide cuestionar una interpretación exclusivamente basada en el patetismo, y obviamente diseñada para generar con los premios en mente. Lo mejor que puede decirse de ella es que las capas de falsa grasa que la envuelven son la metáfora perfecta de una película que, en lugar de explorar asuntos como la culpa, el arrepentimiento y la compasión, se limita a usarlos a modo de prótesis barata.