‘Biopic’ del trovador de Minnesota

Mitificando (todavía más) a Bob Dylan en ‘A complete unknown’

Timothée Chalamet resulta creíble en la recreación del cantautor en un período crucial, de 1961 a 1965, capitalizando una historia que se permite licencias para agigantar más si cabe la leyenda

Bob Dylan, en una imagen de archivo.

Bob Dylan, en una imagen de archivo. / EP

Jordi Bianciotto

Barcelona

Que los ‘biopics’ sean, por definición, proyecciones deformadas, en aras de la tensión cinematográfica, no parece que deba ser un pecado mortal cuando se trata de Bob Dylan. Un artista al que, en ‘A complete unknown’, vemos jugando desde el principio con su biografía (cuando va contando que ha trabajado en un circo ambulante) y que escupe una sentencia lapidaria: “La gente inventa su pasado, Sylvie. Recuerda lo que quiere. Olvida el resto”. Y Sylvie no es Sylvie, sino Suze Rotolo, amor pasavolante en sus primeros días neoyorkinos, cuyo nombre aparece modificado por petición del propio Dylan, que en su ausencia (ella falleció en 2011), ha querido dejarla al margen apelando a su naturaleza discreta. 

Elle Fanning interpreta a Sylvie Russo, la novia eterna de Dylan.

Elle Fanning interpreta a Sylvie Russo, la novia eterna de Dylan. / /

Podemos ver la afirmación como un aviso a los ‘dylanólogos’ tiquismiquis antes de que procedan a desenfundar el microscopio e iniciar su disección carnicera del guion y sus licencias. Es cierto que la cinta de James Mangold, basada en el libro de Elijah Wald (‘Dylan goes electric!’, 2016), acumula una larga lista de pequeñas (algunas, no tanto) incorrecciones históricas, pero la que más entra en contradicción con lo que Dylan ha querido siempre representar es su glorificación, de él y de aquel quinquenio, 1961-65, el del tránsito del cantautor tradicionalista al visionario poeta electrificado. 

Ni Mimi, ni Sara

¿Desvíos de los hechos detectados en el filme? Arrancan ya al principio, cuando Dylan llega a Nueva York como un solitario trotamundos (no viajó solo, sino con su amigo Fred Underhill), y siguen con la simbólica escena hospitalaria con Woody Guthrie (que no ocurrió), así como varios descuadres cronológicos en la aparición de ciertas canciones, repertorios que no se ajustan a la realidad… El deslumbramiento de Joan Báez por Dylan no fue tan supersónico como lo pintan: “parecía un paleto de ciudad, con el pelo hasta las orejas y los rizos sobre la frente”, contaría ella en sus memorias, más desconcertada que fascinada. A él, los ojos se le iban hacia su hermana pequeña, Mimi, que ni aparece en la película. 

Más raro si cabe es que no haya rastro de Sara Lownds, a quien Dylan conoció a principios de 1964, y con quien ya vivía, en el Chelsea Hotel, en los días del Newport Folk Festival, año y medio después (es más, ya estaba embarazada de su primer hijo, Jessie). Y es fantasiosa la escena de despedida de Sylvie-Suze, cuando huye de ese evento, al que, en la vida real, no acudió. Pero entendemos que eso se cuenta así porque así lo ha querido Dylan, quien ha dado la aprobación al guion, ¿no es cierto?

Cuestión de volumen

Respecto a Newport-65, donde Dylan ofreció el primer ‘set’ eléctrico de su carrera, Mangold se recrea en la ira general y acota los brotes de aplausos en las primeras filas, una proporción discutible. Es aventurado dar por hecho que los abucheos fueran debidos exclusivamente a la traición de tocar rock en un festival folk, o de usar instrumentos eléctricos y no acústicos. En su libro ‘Blancas bicicletas’, Joe Boyd, (el futuro productor de Pink Floyd, Nick Drake, etcétera), encargado de la sonorización del evento, atribuye la escandalera al volumen sónico, “estruendoso” y enmarañado por el rupestre empaque tecnológico de la época: sin monitores de escenario, ni conexión directa de los instrumentos con el equipo de sonido, tan solo unos micrófonos frente a cada amplificador.

Timothée Chalamet como Bob Dylan en el biopic de James Mangold. / EPC

Timothée Chalamet como Bob Dylan en el biopic de James Mangold. / EPC / /

Es de imaginar que aquello sonó a rayos. Greil Marcus lo subrayó en su volumen ‘Like a rolling stone’: el sonido estaba “demasiado alto” y el público “pedía una mezcla mejor”. También va en esa línea Howard Sounes (en ‘Bob Dylan, la biografía’), cuando apunta que “el mezclador de sonido estaba apagado”, que “la banda no podía oír con claridad” y que todo derivó en “un estruendoso sonido blanco a un volumen que resultaba increíble”. Es un pegote meter ahí el célebre episodio del “¡Judas!”, grito proferido por un espontáneo del público, que tendría lugar diez meses después, en el Free Trade Hall de Manchester.

Tal vez Mangold quiso concentrar toda la carga legendaria posible en el filme, la que le tocaba y la que no. Aunque es sutil, sí, en el retrato de Pete Seeger, que no aparece como un intolerante, sino como un hombre de consensos. Pero todo resulta mítico en ‘A complete unknown’: las caras catatónicas de las audiencias, el rol de Dylan como mesías contracultural (del que él tanto ha renegado) y esa aura de fobia social que supuestamente lo hace más genuino. 

Ahí hay un logro de Timothée Chalamet, que no solo se marca un muy meritorio canto a lo Dylan, sino que resulta creíble como ídolo carismático a través de la soberbia, al filo de lo antipático. A imagen de su modelo, vehicula una historia que puede atraparte fácilmente si la mitología rock te puede y no te da la gana permitir que unos cuantos detalles imprecisos enturbien una historia que, admitámoslo, es muy emocionante.

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