En su imprescindible y fascinante ensayo “El rostro en el cine” (Du visage au cinéma, Paris, Éd. de l'Étoile, 1992), el crítico y teórico del cine, Jacques Aumont (Avignon, 1942) analiza el ciclo histórico de la representación del rostro a través de la historia, analizando cómo la pintura y la fotografía lo han “retratado”, y acabando en la imagen en movimiento, en cómo el cine ha sido capaz, como ningún otro medio de representación, de hacer visible “el rostro del alma”.

Así, el cine desde sus inicios, ha hecho del rostro humano, uno de sus ejes gravitacionales. Desde el célebre El Beso, de Thomas Alva Edison para su kinestoscopio, en 1896, al mismísmo rostro –humano- de la luna en el Viaje a la luna de Georges Méliès, de 1902. Con la llegada del sonoro, y durante el periodo del Sistema de estudios, como decía David Bordwell “el rostro glamourizado” de la fotografía, la publicidad –y del cine clásico- produce máscaras, no rostros. Ese es el modo de representación institucional del star system, lo que Aumont llama “el rostro ordinario del cine. Todo lo contrario de lo que ocurre en prodigios estéticos como LA PASIÓN DE JUANA DE ARCO de Dreyer; TRES COLORES: AZUL de Kieślowski; VIVIR SU VIDA de Godard; o PERSONA de Bergman.