Divertir al público significaba, sobre todo, hacerle reír, tarea para nada fácil. Esto se podía obtener con bromas grotescas, con parlamentos licenciosos y vulgares, con escenas y rupturas de seguro efecto cómico; como aquella del viejo mercader que persigue en escena a la bella sirvienta y termina en un barril lleno de agua o es golpeado a bastonazos por los sirvientes, o la del criado que por no comer en días despliega una batalla campal ante una mosca que la servirá de exquisito sustento.

Divertir y complacer aquel público no significaba decir con cierta gracia y elegancia los refinados versos del drama pastoral, o medirse en la esgrima amorosa del teatro Barroco, o mucho menos, exhibir las trágicas vicisitudes de los héroes antiguos.

En los orígenes de la Commedia dell'Arte, no hubo ni la más remota pretensión cultural, sino, solo el deseo o la necesidad de divertir, entretener y complacer al público de cuya generosidad los actores esperaban el pan cotidiano.