Con la modernidad, como proyecto ilustrado de transformación radical, parecía activarse la promesa de un futuro brillante que superase la tradición, la clase, la raza, el género... pero su motor, movido por la historia, como narración de un progreso lineal, no ha parado de griparse por la incapacidad para procesar las impurezas de la vida colectiva. El museo se presenta así, como humo, fruto de la combustión de este motor renqueante que acaba por impregnar todo de un hollín untuoso e irritante.

El dispositivo museístico es una estructura que se convierte en ciencia a través de su práctica -la museología y la archivística-. Tiende así a homogeneizar las imágenes como parte de su propio proceso metabólico, sustituyendo la carga política de cada objeto por la veneración. Esto es, en parte, porque como institución buscamos un consenso universalista y difícilmente podemos mostrar el arte como expresión -individual o colectiva- de una posición política consciente. Por ello, como templo de un nuevo orden -probablemente también seamos ya de otro tiempo-, sustituimos un sistema de concepción teológico por otro en el que el autor acaba por sustituir a Dios.