El Constitucional niega la pertinencia del formato adoptado en la medida capital contra la pandemia. Por tanto, se proclama como un tribunal negacionista, a la altura del Gobierno que también discute ahora la relevancia de la incidencia. La cuestión no es aquí si el estado de excepción supera en dureza al de alarma, un argumento que no resuelve la cuestión de fondo sobre las libertades, sino la anulación de un arresto domiciliario que permitió pasear a los perros pero no a los hijos. La esencia de aquella suspensión de derechos afectaba incluso al ejercicio físico, con la triste secuela del país que más ha engordado de Europa.

El Constitucional será descalificado desde ahora mismo como un tribunal belga, por lo que es oportuno recordar que respaldó al Gobierno en las medidas más discutibles contra el procés, y por unanimidad. Ahora ha predicado que, según se demuestra en la dictadura cubana, no se puede cambiar de país sin modificar el sistema. No se trata de dirimir si tienen más razón los seis magistrados mayoritarios que los cinco minoritarios, ni de censurar la paternidad de un recurso de Vox, sino de aceptar desde el liberalismo asesinado que las condiciones del encierro son discutibles bajo un prisma democrático. Y de verificar que la ultraderecha puede ser la gran vencedora de los recortes indiscriminados.

Alarma en el Estado, la casualidad o la deliberación han querido que la sentencia coincida con otra fase de ebullición del coronavirus. Como mínimo, debería albergarse alguna duda sobre las soluciones adoptadas, pero continúa imperando el pensamiento único. La sanidad ha sido más efectiva que la seguridad para restringir salvajemente las libertades, el Constitucional agita como mínimo el mapa de opiniones sobre la pandemia. Dos estados de alarma después, se despertaron y el virus seguía ahí. La tentación es seguir adoptando medidas que nunca prosperarían contra el tabaco o el alcohol, basta examinar el follón causado por una evidencia nutricional sobre la carne roja.