Una década después, ¿cuál es su mirada sobre el 15-M?

Vemos desde hace diez años que las protestas no están organizadas por los partidos políticos que, en la vieja tradición leninista, aportaban la conciencia al pueblo, la vanguardia –de derecha o izquierda– y quienes, en el fondo, programaban la revolución o lo que había que cambiar. Lo interesante de los indignados o, en el caso de Francia, de los chalecos amarillos, es que no había un líder político. Son las revueltas de este tipo las que van a multiplicarse en el futuro.

Pero en el caso de España, tres años después del 15-M surgió un partido político, Podemos, y un líder, Pablo Iglesias.

Es verdad, pero Pablo Iglesias acaba de dejarlo. Eso demuestra que se ha dado cuenta de que Podemos ya no funciona. Además, el éxito de la extrema derecha se puede interpretar como una revuelta contra los partidos clásicos. Hay que estar atentos porque observamos una «revancha» del pueblo, para lo bueno y para lo malo.

¿Por eso se alude tanto al populismo y sus riesgos para la democracia?

Cuando se usa la palabra populismo hay una estigmatización. En el fondo, los demócratas no son demófilos, no les gusta el pueblo. Democracia significa el poder del pueblo, pero el pueblo ya no se interesa por la política. Solo se expresa, y no siempre como esperan las élites. Lo vimos en Brasil con la elección de Bolsonaro, a quien votaron los habitantes de las favelas porque la izquierda tiene un discurso que allí no entienden. En Francia cada vez más capas populares votan a Marine Le Pen porque ni el Partido Socialista ni la derecha republicana están en consonancia con los ciudadanos.

¿Son las revueltas una respuesta a lo que usted llama «totalitarismo blando»?

En 1978 hice una crítica del progresismo y de lo que llamé la «ideología del servicio público». Mi idea era que infantilizar al pueblo engendra un totalitarismo blando y la actual crisis sanitaria es una ilustración. Por el bien del pueblo se impone la higiene, la asepsia de la vida social, la mascarilla, el confinamiento, el toque de queda. Es una tecno-estructura que racionaliza a ultranza, no hablo de un totalitarismo como el nazi, que quede claro. La imagen que uso para explicarlo es el mito de Tebas.

¿Cómo funciona ese mito?

Penteo, el hijo de Cadmo, es el sabio que gestiona, el burócrata que toma el poder en Tebas. Todo está racionalizado y la ciudad muere de aburrimiento. En ese momento las mujeres, las bacantes, buscan a Dionisos, que introduce la laxitud y una violencia ritualizada, el tecnócrata muere y la ciudad es reanimada y vuelve a encontrar su alma, en el sentido etimológico del término. Con el totalitarismo blando no hay vínculos sociales y puede provocar levantamientos como el de las bacantes griegas. Los indignados del 15-M españoles o los chalecos amarillos franceses fueron, en este sentido, intentos de reanimar la ciudad contra el totalitarismo de los bien pensantes.

Habla usted de decadencia para definir el momento que vivimos. ¿Por qué?

Sí, estamos en un periodo de decadencia de los grandes valores modernos: el individualismo, el racionalismo y el progresismo. La oligarquía de las élites mediático-políticas sigue anclada en estos valores mientras en el pueblo está emergiendo la tribu, la comunidad, la importancia de lo emocional y de vivir el presente. Yo diría que los indignados fueron un primer indicio de que vamos hacia un cambio de época.

¿En el cambio existe riesgo de violencia?

Por supuesto. Cuando una época cesa y otra comienza existe ese riesgo. El temor y el temblor son propios de cualquier cambio. La violencia puede ser aceptable o llevar a excesos, y veremos seguramente levantamientos excesivos. Los finales de una época sacan lo mejor y lo peor. Emergen nuevos valores y elementos peligrosos. Pero es importante resaltar que también vuelve la idea de solidaridad, de cooperación. Aunque haya crisis y una pandemia hay vitalidad en las jóvenes generaciones.

También es muy crítico con las actuales élites…

Estamos al final de la era moderna que empezó en el siglo XVII con el cartesianismo y funcionó hasta la mitad del XX. Esa época generó una élite que, a mi juicio, ahora ya está desfasada. Hay elementos de saturación, como la desconfianza, primero hacia los intelectuales, luego hacia los políticos y ahora también hacia los periodistas. Conviene estar atentos a las redes sociales, los foros de discusión y los blogs. Ahí está emergiendo una nueva élite.

¿Cuál es la huella que, en su opinión, ha dejado el movimiento del 15-M?

Al abrir el baile, los indignados marcaron profundamente las revueltas de los años posteriores. A este movimiento le debemos la superación de lo que sociólogos como Robert Michels denominaron la «forma partido», el fin de la estructura vertical de una élite vanguardista que aportaba al pueblo la conciencia de lo que debía tener. El 15-M inauguró una estructura horizontal de la acción política y, aunque emergieron algunos líderes, estos eran tributarios de la acción colectiva y tenían que responder antes sus bases. Es la vertiente «profética» de los indignados la que inició, en el sentido fuerte del término, todas las corrientes libertarias que les sucedieron.