"Ya traen a otro", avisa la enfermera Carmen Leal en plena vorágine matutina en una de las unidades de cuidados intensivos (UCI) para enfermos de Covid en el hospital mallorquín de Son Espases. "Cada vez vienen más jóvenes", lamenta, al tiempo que cierra los ojos y niega con la cabeza. Diario de Mallorca se ha adentrado esta misma semana en las trincheras de la pandemia en el hospital de referencia de Baleares, en el momento en que las UCI están en estado crítico y en una situación considerablemente peor que en las dos olas anteriores.

En la sala 2 -están tocados porque acaban de perder a un paciente- arrancan los movimientos casi coreográficos para vestirse: primero las piernas, luego el tronco y los brazos, enfundados todos ellos en un traje blanco con capucha. Guantes, gafas selladas, mascarillas, pantallas. Se ejecutan órdenes que no hace falta pronunciar. El protocolo está establecido al milímetro y es más ágil y estructurado que en meses previos, cuando los profesionales no conocían tanto el rostro maquiavélico y traidor del SARS-CoV-2. Se chequean los monitores del único box que está vacío en la unidad 2, una de las cuatro salas con ocho camas (además de las de cuidados intermedios y las de Reanimación o sala para los despertares posquirúrgicos que ahora son covid) que conforman una suerte de hospital dentro de otro hospital: el de guerra.

Los celadores empujan una cama portátil con un paciente de coronavirus, un varón de 55 años. "Ahora lo sedan, se le intuba y se le conecta a un respirador", relata Carmen. En el box, maniobran dos enfermeras, una auxiliar, un médico y los dos celadores. A la de tres lo levantan y lo colocan en el aparatoso lecho de la UCI. Lo de después, sucede detrás de un biombo con cortinas. Pasados varios minutos, empieza a salir personal del box. Carmen está pendiente de todo. "Eh, toda la ropa dentro, por favor", advierte a un profesional que se desviste e iba a sacar fuera el traje protector buscando un cubo donde introducirlo.

En una misma unidad, cohabitan los momentos más duros con atisbos de esperanza. El paciente recién intubado encara una larga lucha de semanas contra el virus y otro, unos cuantos boxes más arriba, acaba de despertarse. Dos enfermeras le hablan despacio, el enfermo asiente. "Salió de la sedación hace un par de días. Aún no puede ir a planta. Como dice el intensivista Jon Pérez, 'se irá cuando haga raíces cuadradas'", bromea la supervisora de Enfermería de Cuidados Intensivos Celia Sánchez. Cuando un paciente recobra la vida, la UCI recupera el aliento. Porque los números siguen siendo poco halagüeños. "La tasa de letalidad del virus en nuestras unidades de pacientes críticos está entre el 19 y el 21%", recuerda el jefe del área Julio Velasco. "Muchas veces las noticias que damos a los familiares no son alentadoras porque el progreso de estos pacientes es lento, dan un pasito para adelante y otro para atrás. Pueden estar tres o cuatro semanas en la UCI, incluso hemos llegado a tener un caso de hasta cuatro meses", relata el doctor Jaime Herrero.

"Cuando se despiertan, sobre todo se les ha de resituar porque no saben dónde están, se encuentran desorientados, adormecidos, débiles", comenta la enfermera Clara Ayala. "Nos presentamos, les decimos que están en el hospital y poco a poco les vamos explicando con cuidado lo que les ha pasado", señala. "Somos los que volvemos a ponerles en contacto con el mundo", agrega.

Si no existiera la arquitectura toda acristalada de las UCI, con una mesa de trabajo frente a los boxes que permite una perfecta panorámica de 180 grados, debería inventarse para los frágiles y delicados pacientes de coronavirus, "que si se pueden complicar, se complican", remacha sin mesianismos Herrero. La visibilidad de un box al otro puede salvar vidas.

Por los ventanales, entra luz natural, vital para regular el ciclo sueño-vigilia de los pacientes. Y en general, el ruido es más que aceptable en la UCI. Algunas alarmas suenan cuando se acaban las perfusiones medicamentosas. La voz humana de los médicos y el silencio de los enfermos se turnan en una unidad donde predomina el coma inducido.

A las 13 horas, el orden orquestal se quiebra. La UCI se abre a los familiares. Un paso hacia la humanización dado en esta tercera ola, una decisión en la que ha pesado el hecho de que, en diez meses, ni un sólo sanitario de Son Espases se haya infectado de Covid en la UCI. El aire se renueva cada cinco minutos y un prusiano protocolo de limpieza está memorizado en el ADN del personal.

Sólo una fina hoja de cristal separa a Olga Fernández de los pies de la cama de su esposo, que hace dos semanas ingresó en cuidados intensivos. Con las dos manos puestas en el pecho, vela al enfermo. En la habitación hay claroscuros, se ha impuesto una luz barroca que dramatiza aún más la escena. "El pasado fin de semana se puso muy malito, creíamos que lo perdíamos. Venir a verle me ha tranquilizado, pero también me desespera no poder hacer nada más", sentencia.

Otra mujer que pide anonimato está rota de dolor. "Lo último que me escribió por Whatsapp, porque ya no podía hablar, es 'yo me moriré'. Estaba aterrorizado", relata. El paciente es su pareja, de 43 años. "Lo intubaron el miércoles y hoy [jueves] es el primer día que vengo. Lo paso muy mal porque él es muy demandante de cariño y me frustra no poder estar con él ahí dentro".

Catalina Beltrán es uno de los pocos familiares que pueden tocar a su marido porque ya ha dado negativo en la PCR y no contagia. "Es uno de los tres pacientes covid en la UCI de Son Espases que es excovid. Lleva casi 40 días aquí. Yo tengo esperanzas. Pero cada vez que entro por la puerta del hospital tengo un nudo en el estómago porque no sé qué me voy a encontrar", confiesa. "Él era muy cuidadoso, aún no sabemos cómo se contagió. Supe enseguida que era covid porque había perdido el olfato", cuenta. "Ahora ya lo van sacando de la sedación. Yo le hablo y parece que me escucha", apunta esta familiar, que permitió a este diario sacar fotografías del box donde yace su marido. "Gracias por vuestra sensibilidad al retratarlo sin permitir que se le vea el rostro. Son enfermos que se desmejoran mucho e impactan a la vista. Él es fotógrafo también y entiendo vuestro trabajo", trasladó Catalina a este periódico.

En efecto, recorrer la UCI Covid significa ver muchos cuerpos exánimes sobre las camas, muy hipotónicos, muchos de ellos con los pies y las manos inflamadas. En ocasiones, en posiciones forzadas, "porque hay que movilizarlos para que no se ulceren". "A algunos de ellos hay que practicarles una traqueotomía cuando hacemos intentos de desconexión del respirador", comenta el doctor Herrero, "y en un alto porcentaje se fracasa y nos vemos obligados a transitoriamente tenerle que hacerles un agujero en el cuello que les ayude en su propia capacidad respiratoria".

Gran parte de estos enfermos no sólo están conectados a un ventilador monitorizado. Las máquinas de diálisis son otra constante en estas salas. "La reacción inflamatoria que provoca este virus es catastrófica y puede provocar un fallo multiorgánico, y es muy habitual que se malogren los riñones", cuenta Velasco, quien ha acudido todos los días a la UCI, sábados y domingos incluidos (al menos unas horas), desde que empezó la pandemia. "Es una enfermedad grave. Mira, yo ya no miro las noticias, ni me fijo en los políticos, aquí sólo nos importan nuestros enfermos". "Y ahora que somos más estables, tenemos que ayudar a Ibiza, donde lo están pasando peor".

"Como dice el doctor Jon Pérez, un paciente se podrá ir de la UCI cuando haga raíces cuadradas" (Celia Sánchez)

Mientras Velasco es la templanza y la mesura, el jefe de Anestesia y Reanimación (Rea), el doctor Fernando Barturen, encarna la dureza de alguien que las ha visto de todos los colores. Él dirige camas covid también, puesto que la UCI primigenia de Son Espases hubo de ampliarse a las salas de reanimación posquirúrgica, preparadas para admitir pacientes críticos infectados por el coronavirus. Este especialista veterano tiene la cabeza fría, el tipo de mente adecuada para actuar con rapidez ante la tragedia. "¿A usted le ha impactado esta enfermedad?", se le pregunta. "No especialmente", contesta el jefe de una unidad acostumbrada a ver a pacientes al borde de la muerte y con aparatosos politraumatismos por accidentes de tráfico.

Barturen, que le quita hierro a cualquier asunto serio (no es más que otro mecanismo de supervivencia), cree que esto de apuntar en el cristal de los boxes datos como la medicación y el estado actualizado del paciente "es un poco CSI. Bastaría con poner fuera de cada habitación un pequeño portátil y punto. Es un poco show americano esto". En uno de los paseos por la Rea, suena en una de las salas acristaladas la Creedence Clearwater Revival. Una enfermera escucha junto a una paciente de covid uno de los temas de una banda que se hizo famosa durante la guerra de Vietnam, otra batalla que dividió la moral de un país entero. En la UCI se libra otro Vietnam, con los soldados exhaustos y "unos recursos muy tensionados". Pese a ello, la enfermera Carmen Leal confiesa entre lágrimas: "Yo vengo contenta cada mañana, éste es mi trabajo". Su compañera Clara le secunda: "Esto es una escuela de vida y ahora sé que no sabría hacer otra cosa".