La palabra rocambolesco se incorporó al diccionario para describir siglo y medio después las extravagantes aventuras en que se vería envuelto Pablo Iglesias, al manejar a Podemos como un sultanato con generosas compensaciones para sus sucesivas compañeras. De hecho, el francés Rocambole significa ajo de España, y a esa ensalada huelen las peripecias del vicepresidente segundo del Gobierno, un héroe descabellado para quien piden el descabello.

El juez García Castellón se explaya sobre la "consciente y planificada actuación falsaria desplegada por el señor Iglesias con su personación". En primer lugar, la grandilocuencia expresiva es contraproducente, y el inventor de Podemos parecería más culpable si su verdugo lo ejecutara sin tanta ampulosidad. En segundo lugar, la sala de lo Penal de la Audiencia Nacional le acaba de ordenar al juez que restituya al vicepresidente la condición de víctima que insiste en negarle. En tercer lugar, el delito germinal que se le imputa exige una denuncia de la agraviada, que no se ha producido. (Y se podrían añadir los ordenadores aporreados y absueltos del PP). Pese a estas salvedades, el asunto se remite al Supremo.

La esfera penal es tan esotérica como la epidemiológica, es preferible descender al barro político. El juez redondea su acusación por "fingir ante la opinión pública y su electorado, haber sido víctima de un hecho que sabía inexistente, pocas semanas antes de unas elecciones generales". Dado que no existe un solo candidato en el mundo que no haya enarbolado agravios imaginarios para ganar en las urnas, lo infamante para el endiosado Iglesias consiste en verse reducido a la talla de los políticos burgueses. Un abogado heterodoxo pretendió que se castigaran las promesas electorales ficticias, y fracasó en el intento. Es más sencillo concluir que Iglesias ha defraudado a sus votantes, y que estos pagan al candidato devaluado con la misma moneda.