Vallecas es un barrio de aluvión. En honor a la verdad, Madrid entero, desde los tiempos en que se llamaba Magerit (o Matrice, en la acepción mozárabe) está cimentado a partir de muchos aluviones. Vallecas se incorporó como barrio a Madrid a principios de la década de 1950 del siglo pasado, cuando la generación de aquellos hijos cuyos padres lucharon en la Guerra Civil decidieron abandonar sus lugares de origen y viajar a la capital para huir de la hambruna, ignorantes aún de que dejaban atrás la miseria del pueblo para abrazar una marginalidad aún más dramática, la del chabolismo y el lumpen, la del Pozo del Tío Raimundo y Entrevías, la misma miseria que obligó a aquellos migrantes a no arredrarse frente a la incipiente clase media que, en otros barrios más prósperos de la capital, comenzaba a doblegar las penurias de la postguerra y las limitaciones de la cartilla de racionamiento.

Lo conozco bien porque allí estudié desde los primeros cursos de la EGB hasta la universidad. Yo era del barrio vecino, de Moratalaz, pero pasaba la mayor parte del día en la Avenida de San Diego y en Peña Prieta, en Numancia y Martínez de la Riva, en el barrio de Doña Carlota y en el Puente de Vallecas -confinados ahora-, sorprendido a menudo por la estigmatización de un distrito que desde su periferia siempre se observó bajo la lupa de la sospecha, poblado en el imaginario social por personajes como El Jaro y El Pirri, supuesto kilómetro cero de la delincuencia menor, elevado a la categoría del Bronx o de las favelas de Río, tan despreciado como desconocido; una especie de más allá en el contestatario Madrid de los 70 como luego en la ciudad moderna y cosmopolita en que se convirtió a partir de 1980. De Vallecas pasó de largo hasta la Movida, nacida en las familias bien de las calles de Argüelles y Salamanca. La cultura alternativa que reivindicó el espíritu vallecano tras la muerte de Franco (los Leño, Topo, Cucharada) se fue diluyendo entre pelos de colores y botes de Colón y en la vorágine de un país y una ciudad que prefirieron echar la vista a un lado cuando la heroína lo mismo atrapaba a los niños bien del Liceo Francés que a los yonkis de navaja fácil de Palomeras. A ojos del incipiente desarrollo de los aledaños, de La Estrella y de Pacífico, del Barrio de Salamanca y del centro, Vallecas siempre representó para el resto de Madrid (y para el conjunto de España) el peligro de lo desconocido, las calles entre las que uno jamás querría perderse, el punto del mapa donde los niños bien contenían la respiración si acaso acababan perdidos en algún punto entre Méndez Álvaro y el campo del Rayo.

Lo mismo que ahora. La estigmatización de Vallecas procurada por la ineptitud del Gobierno en prácticas de Isabel Díaz Ayuso, confinando calles con idéntica incidencia del virus que, por ejemplo, Lavapiés (zona Centro, zona PP), devuelve al viejo Valle del Kas (Kas, el árabe acaudalado -cuenta la leyenda- que se apoderó del valle antes de tener que huir a Granada) esa imagen de anarquía y descontrol, foco de todas la culpas y proyección de todos los males que con tanta injusticia ha construido la imagen de este barrio integrador y solidario, germen del asociacionismo y de la conciencia trabajadora, donde es muy dudoso que cale algún día la España de las Cayetanas, de las Ayusos y de los Casados, ese lugar con alguna Jennifer y ninguna Cuca, donde parece inimaginable que la ultraderecha saque a la calle las caceroladas que con tanta vehemencia irrumpieron en otras zonas de la capital para acabar con "el Gobierno socialcomunista".

El relato de Díaz Ayuso, más pendiente de salir viva del escarnio y de no caer bajo la presión de que hay que rescatar a toda costa la economía que de su obligación de salvar vidas humanas, convierte de nuevo a las rentas más bajas en el señuelo fácil tras el que escudar su probada inutilidad como gobernante; a la inmigración en epicentro de su pobre argumentario. En casi 45 años de democracia, se cuentan con los dedos de una mano (y aún sobran dedos) las veces que el Partido Popular ha ganado en Vallecas. Parece lógico. Nadie obtiene el apoyo de quien, a pesar de su demostrada incapacidad para gobernar, señala a otros como culpables y les roba su condición de víctimas.