Más de una década después de su creación, 12 años en el caso de Facebook, la epidemia de coronavirus ha puesto de manifiesto el monumental negocio que representan para las redes sociales el odio, el acoso, la impunidad sin castigo del insulto y el bullying, la ignorancia y el cuñadismo rampante que desde Donald Trump al último ciudadano del país más insignificante se predispone a poner en práctica una buena parte de la sociedad desde que sale el sol hasta que vuelve a hacerlo al día siguiente, en lo que constituye un estercolero de inmundicia social que opera 24 de siete de 365 ante el silencio estupefacto de sus milmillonarios propietarios, desde Mark Zuckerberg, el dueño de Facebook y WhatsApp, a Jack Dorsey, fundador de ese púlpito de la rabia y la estulticia en que se ha convertido Twitter. Miren qué sencillo resulta a veces definir un concepto sin un solo punto y seguido en más de 240 caracteres.

Grandes marcas como Starbucks Corp., Levi Strauss & Co., PepsiCo Inc. o Diageo Plc acaban de anunciar un recorte sustancial de su publicidad en Facebook por la falta de compromiso de esta red social en detener el discurso del odio. El cinismo de las multinacionales se produce después de haber contribuido a engordar hasta la náusea la cuenta de resultados de las redes sociales, fomentar un discurso social que lleva años dando aliento a la intolerancia en foros donde se responde a la discrepancia con insultos e infamias, construido a base de noticias falsas, rumores y, en ocasiones, de un acoso insufrible para quienes son víctimas de campañas torpemente orquestadas o deliberadamente medidas contra personas anónimas o personajes públicos que un día decidieron abrirse una cuenta en redes para declarar amor eterno a sus parejas, presumir de la barbacoa del fin de semana o difundir desde el respeto sus ideas políticas. Durante años, ni Facebook ni Twitter han alterado su famoso algoritmo para detener el vocerío repugnante del machismo, la propaganda de los fundamentalistas que precede al terrorismo o las estrategias en masa que permiten a ciertos gobernantes alcanzar el poder.

Las redes se han convertido en una especie de vertedero en el que, entre restos de comida, toallitas y pañales llenos de mierda, de vez en cuando encuentras algo bello, hermoso y de valor incalculable entremezclado con la basura, junto a deshechos contaminantes y residuos tóxicos, algún bonito recuerdo deteriorado y toneladas de lixiviados destruyendo el subsuelo y fusionándose con manantiales y escorrentías de agua de lluvia. Lo que no deja de sorprenderme es que ese estercolero es el lugar donde muchas personas eligen vivir y pasar la mayor parte del día, extrañamente alérgicos, cuando no negacionistas, al aire puro y sanador que se respira fuera de sus límites. Y lo más decepcionante es la cantidad cada vez mayor de "refugiados" que huyen de ese aire puro que se respira en el mundo real y acuden en masa a plantar sus dominios, sus opiniones y su frustración en ese basurero de intolerancia y sabelotodos, en disputa con las rapaces y otros depredadores que se abren paso a mordiscos para hacerse con el territorio, y solo con ese territorio, porque el del exterior, donde habitan los de su especie, está "contaminado" de gente de verdad.

Solo Facebook ha procurado a su propietario 17.700 millones de dólares de facturación en el último trimestre, el de la cuarentena provocada por la pandemia de coronavirus, aprovechando el confinamiento de una población asustada ante la escalada de contagios, con más de medio planeta desenfundando los pulgares para darle al me gusta mientras la covid19 segaba la vida de miles de personas y mandaba a la UCI a otros tantos. En todas las guerras siempre hay alguien que se enriquece, y las redes sociales han hecho el agosto abriendo los peajes al miedo, a los disparates entremezclados con rabia e ignorancia que se le iban ocurriendo a la ultraderecha, permitiendo al dirigente de la primera potencia mundial escupir inmundicias cuando por mucho menos han cerrado cuentas de usuarios anónimos o enviado a prisión a raperos cuyas soflamas no resisten la comparación con la canción protesta norteamericana de los años 60 o con los cantautores de la Transición. Barra libre.

El revés anunciado ahora por las grandes marcas representa otro monumento a la hipocresía de igual magnitud que la retirada de la publicidad de un programa de telerrealidad que emite una violación en directo. Las multinacionales que ahora aparentan enfrentarse al odio que Facebook se resiste a detener para seguir nutriendo su balance de beneficios son las mismas que han estado alimentando a esa colla de caraduras que se autodenominan influencers; las mismas que han financiado durante todos estos años esas plataformas gracias a la cuales se homologa el analfabetismo aplaudido de quienes ganan seguidores patrocinados por grandes empresas a base de difundir su desprecio hacia toda opinión que no sea la propia. No hay aserto que defina mejor este escenario que el que puso George Lucas en boca de uno de sus personajes galácticos: "Así es como muere la democracia, con un estruendoso aplauso".