El coronavirus ha recrudecido nuestro lenguaje hasta el punto de que expresamos sin ambages que la muerte de un niño por coronavirus equivale a la de cien ancianos. Guste o no, esta ecuación subyace en la acobardada liberación de los menores enjaulados, donde la dicharachera portavoz María Jesús Montero añadía la cláusula de la "responsabilidad de los adultos" en la suerte de los paseos carcelarios. El Estado insiste en lavarse las manos demasiado a menudo.

No es lo mismo liberar escalonadamente a los niños comprimidos en sus viviendas que haber mantenido desde el primer momento una actitud racional, frente a personas que no figuran ni de lejos entre las víctimas fundamentales de la pandemia. El coronavirus es la mayor amenaza emergente para los adultos del planeta en proporción a su edad, pero no para los menores en el estado actual de la cuestión. En este segmento, el remedio puede empeorar a la enfermedad.

No se necesitan estudios sesudos para calibrar el impacto del confinamiento sobre los menores de cinco años. En su duración anunciada, las secuelas de la supresión de la vida pública equivalen a que una persona de treinta años pase tres años encerrada, o cinco años si tiene cincuenta. Con el agravante no solo irónico de que los menores han padecido esa tortura rodeados de adultos, privados de la ruidosa convivencia con sus coetáneos. El confinamiento no se contemplará con los mismos ojos así que pase un año, el Gobierno no ha explicado de dónde surge el medio millar de muertos diarios y los miles de nuevos contagios, en una sociedad que ha renunciado al ágora. Y entre los motivos de estupefacción que legaremos a generaciones venideras, destacará el trato privilegiado que se brindó a los perros, mientras se encerraba a los niños en pisos de setenta metros orientación norte. Corea, siempre Corea, demuestra que había herramientas informáticas para aliviar ese asilamiento terrorífico en la edad más sensible.