Solo cien días han pasado desde que el socialista Pedro Sánchez se convirtiera en el presidente del primer gobierno de coalición desde la Transición, poco más de tres meses en los que la pandemia se ha llevado por delante miles de vidas y ha atropellado los objetivos de la legislatura.

Pedro Sánchez consiguió el 7 de enero ser investido presidente con un margen muy ajustado, tras aceptar un gobierno con Unidas Podemos -del que renegaba- y pactar con los independentistas de ERC la búsqueda de una salida al problema en Cataluña.

Ajeno al virus que se asomaba por China, el Gobierno "progresista y moderado" y "con espíritu de equipo" que Sánchez decía encabezar planeaba paliar un año de parálisis con medidas y golpes de efectos que abriesen camino a la legislatura.

Así lo hicieron al principio: el primer Consejo de Ministros del gobierno del PSOE y Unidas Podemos aprobó la revalorización de las pensiones, en febrero subió el salario mínimo hasta los 950 euros Pedro Sánchez visitó al president Quim Torra en Barcelona y la mesa de diálogo sobre Cataluña echó a andar en Moncloa.

Incluso la ministra de Igualdad, Irene Montero, presentó el proyecto de ley de libertad sexual tras librarse la primera batalla pública del Ejecutivo, con reproches que incluyeron al vicepresidente Pablo Iglesias acusando veladamente de machista al ministro de Justicia, Juan Carlos Campo.

Pocos habrían augurado entonces que Sánchez pronunciaría una semana después, el 10 de marzo, esta frase: "Para combatir esta emergencia de salud pública, haremos lo que haga falta, donde haga falta y cuando haga falta".

Lo que sucedió después es el tsunami del COVID-19 en el que todos vivimos: una avalancha de comparecencias, cifras, fallecidos, de colapso sanitario, falta de material, confinamiento indefinido y una previsión del FMI de que la economía española caerá este año un 8 por ciento y el paro se disparará al 21 por ciento por el virus.

La "guerra" contra el coronavirus

El Gobierno de España compara insistentemente esta pandemia mundial de efectos desconocidos con una guerra.

A consecuencia de esta batalla, Sánchez ostenta desde el 14 de marzo un poder que ningún otro presidente ha tenido en democracia, el que le confiere el estado de alarma: la autoridad competente en todo el territorio es el Gobierno, o dicho de otro modo, gran parte de las competencias de las 17 comunidades autónomas recaen ahora sobre el presidente.

En nueve ocasiones ha comparecido u ofrecido ruedas de prensa desde entonces y cuatro veces se ha dirigido al Congreso -la semana pasada en la primera sesión de control- que presenta una imagen desoladora, con solo el 10 por ciento de los diputados presentes.

En este tiempo los periodistas han reclamado y por fin conseguido preguntar en directo durante el estado de alarma. La oposición le ha reprochado a Sánchez una cierta voluntad de omnipresencia y su intención de quedar libre del control parlamentario, aunque ya la semana pasada el PSOE y Unidas Podemos cedieron a someterse al control de las cámaras.

Y respondiendo a las preguntas de la oposición celebrará mañana Sánchez sus cien días como presidente de coalición. Cuando vuelva a solicitar al Congreso prolongar el estado de alarma hasta el 10 de mayo verá cómo esta tercera vez se encogen un poquito más sus apoyos.

Porque la COVID-19, que ha acabado con más de 21.000 vidas y más de 800.000 empleos, parece también estar amplificando la corrosión de la vida política española. No hay unidad por más que Sánchez la reclame, sino dos bloques, aunque Cs busque ahora un lugar distinto al del PP y Vox.

Un pacto de "reconstrucción que genera recelos

"Propongo un gran acuerdo para la reconstrucción económica y social de España", ha pedido el jefe del Ejecutivo reiteradamente con distintas palabras, aludiendo a los históricos pactos de la Moncloa de 1977. Una quimera de la que recelaban incluso en Unidas Podemos, por si desembocaba en un viraje del PSOE a la derecha.

La ambiciosa propuesta quedará previsiblemente en una mera comisión parlamentaria en la que portavoces de los distintos partidos podrán debatir propuestas, escuchar a técnicos... Y no parece ese el lugar del que brotará un gran pacto de Estado.

Mientras tanto, a Sánchez le toca dirigir un Gobierno bipartidista y heterogéneo cuyas diferencias también ha dejado al descubierto la pandemia.

En su papel de rival por la izquierda, el vicepresidente Pablo Iglesias ha visibilizado una presión para que algunas medidas sociales se impulsasen, unas veces con éxito, otras sin él. Y ha buscado presentarse como el contrapunto de la vicepresidenta económica, Nadia Calviño.

Su disputa con el ministro de Inclusión y Seguridad Social por poner en marcha cuanto antes la renta mínima llevó a Pedro Sánchez a intervenir, aunque de cara a la galería defiendan que la pandemia les ha unido y que el debate enriquece.

"Para muchos son los días más difíciles de nuestra vida", admitía el presidente del Gobierno en marzo. "Días frenéticos para muchos de nosotros, obligados a actuar y tomar decisiones que jamás habíamos imaginado, inquietos además por la suerte de amigos y familiares enfermos", decía en una comparecencia desde la Moncloa.

Unas decisiones que ya marcan una legislatura que tendrá que centrarse en la reconstrucción económica tras la COVID-19 y que al menos de momento ha dejado en suspenso los debates que parecen de hace años: el de la ley "mordaza", la eutanasia, el "Delcy-gate" o incluso la situación de los políticos presos catalanes.

Cuestiones que siguen sobre la mesa pero que ya no serán el centro de una legislatura: a Sánchez le espera ahora rendir cuentas, cuando el COVID-19 amaine. Y aún es pronto para medir la efectividad de su "manual de resistencia".