Los médicos dicen que el Covid-19 ataca a los pulmones, con afectaciones accesorias en el aparato digestivo, los riñones, el bazo y el corazón. Sus informes aún no han incorporado a la lista de daños su impacto en la memoria.

En realidad no está comprobado aún que el coronavirus infecte el encéfalo del individuo, pero sí está visto que, matando a nuestros viejos, se ceba con esa parte del cerebro colectivo que guarda los recuerdos.

Rafael Gómez Nieto, almeriense de Roquetas, de 99 años, era una neurona clave de la memoria histórica española y europea. Más que por su nombre, se le conocía como "el último de La Nueve" por ser el único componente que quedaba vivo de la mítica IX Compañía del Regimiento de Marcha del Chad de la División Blindada Leclerc. La Nueve, a las órdenes del capitán Raymond Dronne y el teniente valenciano Amado Granell, fue la primera en entrar en París para poner en fuga a los nazis que ocupaban la ciudad.

Formaban La Nueve 160 hombres, de los que 146 eran republicanos españoles enfrascados en la II Guerra Mundial. El 24 de agosto de 1944, a eso de las ocho de la tarde, la compañía penetró por la Porte d'Italie y, a veces en silencio y a veces haciendo ladrar a cañones y ametralladoras pesadas, llegó tras seis kilómetros de recorrido urbano a hacerse fuerte en el Hôtel de Ville, el ayuntamiento, en el corazón de París.

El conductor del Don Quichote

Rafael Gómez conducía un hafltrack (medio blindado) bautizado Don Quichote. Llevaba detrás un cañón antitanque operado por Cariño, un artillero gallego. Con ese vehículo recorrió Francia, participó en la batalla para liberar Grussenheim, en la Alsacia francesa, donde La Nueve fue diezmada, y llegó hasta la toma de Berchtesgaden, el refugio de montaña que Hitler llamó el Nido del Águila.

En la memoria de Rafael, que relataba sin aspavientos épicos, con la modestia de hombre normal y corriente, había una receta de combatiente -"Mire, en la guerra no hay que ser valiente. En la guerra hay que ir normal, como todo el mundo. No hay que hacerse el valiente, porque no sirve de mucho. Es más normal ir cagado de miedo", le dijo a El Periódico el 31 de agosto de 2019- y una conclusión de veterano: "La guerra es muy mala, muy mala. La guerra es mala siempre. Es mala en España; es mala en Argelia; es mala en Túnez; es mala en Europa; es mala para ti y también lo es para tu enemigo".

La región del Gran Este francés, donde Rafael se quedó a vivir, es una de las más golpeadas por la pandemia. La neumonía llevó al último de La Nueve a la clínica geriátrica privada de Lingolsheim, a las afueras de Estrasburgo, donde, en la madrugada del pasado 1 de abril, dejó de existir.

Antes de su periplo europeo, había sido un chaval criado en Cádiz y emigrado a Badalona porque allí había destinado la República a su padre, que era carabinero. En la ciudad catalana lo reclutó la Quinta del Biberón. Combatió nueve meses en España, antes de pasar Le Perthus, vencido, hacia el campo de concentración de Barcarés, donde estuvo cautivo y desarmado hasta conseguir papeles falsos para ir a Argelia. Y allí se alistó como chófer del ejército colonial de la Francia Libre.

Un vaso por los compañeros

Rafael Gómez vivía a sus 99 años en su casa de Estrasburgo, orgullosamente independiente, saliendo a la compra a diario e incluso conduciendo su coche de vez en cuando. Mantenía contacto estrecho con su familia, pero no quería depender de nadie, y mucho menos la reclusión en una residencia. Estaba fuerte, delgado, derecho como un palo. Hablaba español con ese acento de los exiliados en Francia, trufando galicismos en su suave habla andaluza.

El alcalde de Grussenheim le invitaba cada año "a beber un vaso" por los caídos en la liberación de la ciudad. Y no faltaba nunca. La batalla había tenido lugar el 28 de enero de 1945, y Rafael cumplía años cada 29. Se había jurado que, al menos hasta cumplir 100, cada enero iría a brindar por sus compañeros muertos. Quien esto escribe le había prometido acompañarle una vez; ya no podrá ser.

Al último de La Nueve no le gustaba hablar con detalle de los combates, porque le incomodaba el papel de héroe que, automáticamente, le otorgaban las entrevistas. En la que concedió a El Periódico se mostró al principio reacio: "¿Qué quiere que le cuente, si ya lo sabéis todo?", pero luego quiso poner énfasis en una admonición a los jóvenes, consciente de que todo, todo, no lo sabemos: "No hagáis guerras: solo las ganan los ricos".

De tanto andar por ahí, el soldado Gómez se había hecho excéptico con las fronteras. Su patria principal se llamaba Florence López, su esposa, y con ella, que se fue antes, quería volver. "Cuando me muera me da igual si me entierran aquí o en España, pero que sea con Florence. Que me metan al crematoire y lleven mis cenizas con mi mujer. La conocí en el baile, en Estrasburgo. Íbamos mucho al baile. Yo era muy buen bailarín, ¿sabe?", relató, y en esa parte de su conversación su tono se alegraba mesurada, modestamente; como siempre, sin exagerar.