Juan Carlos de Borbón ha engrosado la lista de personas a quienes el coronavirus no es lo peor que puede pasarles. Es curioso que los defensores a ultranza del monarca hoy sin mérito coincidan también exactamente con quienes bravuconeaban que la peor pandemia del último siglo era una gripe más. Su apostolado no cesa, y ahora se desgarran con la tragedia vírica mientras aplauden la decisión de Felipe VI al abominar de su padre. En efecto, también son los mismos que en 2014 dejaron escrito que el primer Rey de la democracia no debía abdicar, porque se encontraba en su mejor momento. Y a continuación, celebraron su salida a escape del trono como la culminación excelente de su reinado.

El célebre pacto tácito sobre la monarquía ha servido para que la institución desarrolle los instintos corruptos comunes a todas las variantes del poder. Quienes callaron los pecados veniales, comparten la culpa de los que pueden ser mortales para el trono. Los perros guardianes no vigilan selectivamente, aunque les bastaba con una palmada de Juan Carlos I en el lomo para babear su aquiescencia. Por desgracia, el virus descubierto en el titular más longevo de la corona es tan contagioso como el otro. Solo así se explica la dramática resolución de Felipe VI, aunque no sirva de nada porque para renunciar a una herencia se necesita la muerte del donante.

Felipe VI intenta apresuradamente cambiar de dinastía, a través de uno de esos comunicados que parecen emitidos tras evacuar consultas con un buen penalista. El problema es que si las raíces genealógicas podridas de que reniega eran insostenibles, su proyecto propio es incipiente y necesitado de riego. La amortiguación que impone la crisis del coronavirus es precisamente su mejor aliada, aunque solo temporal. (Espolvoree usted mismo este artículo de todos los "presuntos" de que abusan los partidarios de que aquí no pasa nada).