Desde antes incluso de que llegase al liderazgo socialista, cuando era un diputado poco conocido, Pedro Sánchez siempre ha tenido fama de dirigente duro. Incluso robótico. Sánchez es, en teoría, el político de hierro, alguien capaz de resistir más que nadie. Cuando la mayor parte de su propio partido se ha sublevado y ha forzado su dimisión, él sigue firme, creyendo en sus posibilidades, sin que casi nada parezca hacerle mella. Este martes, sin embargo, Sánchez lloró. Poco, muy poco, pero cuando todo había terminado y ya había logrado ser reelegido, entró en la zona del Congreso de los Diputados reservada al Gobierno, recibió una ovación cerrada de sus más cercanos y salió de allí con una lágrima que le caía por la mejilla, rumbo a la Moncloa.

El jefe del Ejecutivo ya había pasado dos veces por el trance de un debate de investidura, en el 2016 y el verano pasado, y las dos veces salió derrotado. La votación de este martes era cualquier cosa menos rutinaria. No solo porque implicaba acabar con 10 meses de Gobierno en funciones y lograr la reelección por la vía ortodoxa, tras convertirse en el primer candidato en llegar a la Moncloa a través de una moción de censura. También por lo ajustado del resultado: 167 apoyos, 165 rechazos y 18 abstenciones. Pero a pesar de las presiones de la derecha a los diputados socialistas y de grupos minoritarios para que rompieran la disciplina de voto, del riesgo de que alguno de ellos no pudiese asistir por problemas con el transporte o por enfermedad (el virus de la gripe planeó sobre el hemiciclo, con varios parlamentarios tosiendo sin pausa), todo funcionó como un reloj. Y Sánchez, al final, lloró.

También lo hizo su nuevo vicepresidente, Pablo Iglesias. El líder de Podemos se emocionó primero cuando entregó un ramo de flores a Aina Vidal, de En Comú Podem, que pocos días atrás había descubierto que tenía un cáncer "raro, extendido y agresivo", y también después, al abrazarse a su nuevo portavoz parlamentario, Pablo Echenique. Solo que Iglesias, a diferencia del jefe del Ejecutivo, mucho más contenido, lloró sin freno, con todos los músculos de la cara.

En el fondo, fue una cuestión de intensidades. Más allá de sus formas de relacionarse con las lágrimas, Sánchez e Iglesias mostraron aquí que están coordinados. El fantasma de que este no es un Gobierno sino dos, el del PSOE, recorrerá toda la legislatura, y llegó a ser usado por el presidente para negarse a la coalición en septiembre, provocando así la repetición de elecciones. De momento, hay pistas que indican que la organización dentro de la Moncloa será difícil: mientras los morados ya han dado a conocer quiénes serán todos sus ministros, el líder socialista, que justificó su investidura en plenos Reyes porque España no podía "esperar", se lo va a tomar con más calma. No anunciará la composición definitiva del Ejecutivo hasta la semana que viene. Pero el PSOE y Podemos están unidos, al menos, en el llanto. También en el aplauso.

Una imagen inusual

Tras tantos años inmersos en una relación tan tempestuosa, la imagen de los diputados morados aplaudiendo a Sánchez y los socialistas aplaudiendo a Iglesias resulta inverosímil, pero fue la tónica del debate. Cuando el presidente dijo que este era "el único Gobierno posible", unos y otros se levantaron y lo celebraron. Cuando el futuro vicepresidente se dirigió a las mujeres, a los gais y las lesbianas, a los inmigrantes y a los trabajadores, pasó lo mismo.

La derecha, mientras tanto, siguió a lo suyo. Incapaz como ha sido de frenar la coalición entre el PSOE y Podemos, que depende de nacionalistas, independentistas y minoritarios, se refugió en los vivas: al Rey, a España y a la Constitución, supuestamente en peligro de extinguirse por la acción, coordinada, de Sánchez e Iglesias. Sus tres grupos integrantes solo se disgregaron cuando Santiago Abascal, de Vox, denunció que socialistas y morados estaban ocultando una supuesta "plaga de manadas" de agresores sexuales "extranjeros". Ni el PP ni Cs llegan hasta allí.