Juan Carlos I tenía la misma relación de dependencia con su hermana mayor Pilar de Borbón que su amigo el sha de Persia con su melliza, la feminista Ashraf Pahlevi correctamente apodada La Leona. Ambas mujeres residieron durante décadas en Mallorca, y atrajeron a la isla a un séquito de fieles que en otra época recibirían el apelativo de cortesanos.

La llamaremos Doña Pi, denominación en la que hay que insistir porque molestaba más a sus tiralevitas que a la propia Infanta. Se ha muerto sin darme tiempo a pedirle perdón por los años en que me parecía insufrible, distante y altanera. Esta apreciación injusta claudicó en mayo de 2014 en el restaurante Flanigan de Puerto Portals, gerenciado por Miguel Arias, íntimo de Juan Carlos I.

A una semana de la boda de Felipe de Borbón con Letizia Ortiz, y tras los saludos de ordenanza, Doña Pi comentó sin ninguna restricción ni off the record que "ayer estuve con Zapatero en La Moncloa. Lo encontré un hombre encantador, ya lo conocía del Comité Olímpico". No es una expresión habitual en un discreto miembro de la Familia Real. La prueba es que no fui el único en enmudecer atónito. Su primogénita Simoneta Gómez-Acebo y su entonces marido José Miguel Fernández-Sastrón, también presentes, se pusieron en lo peor.

En efecto, al sugerirle con falsa ingenuidad a Doña Pi que comparara a Zapatero con su predecesor José María Aznar, ofreció otra respuesta mucho menos diplomática de lo que parece:

Zapatero es grato de hablar, por lo menos. Este escucha.

Acababa de colocar una bomba sin apearse de la diplomacia. Vaciló un instante en aquella noche primaveral, durante el cual sopesó si remataría la ejecución del aznarismo. Se decidió por la mesura, fingió que enseriaba el discurso desde su diapasón inalterable para rematar:

—Y no sigo.

Simoneta respiró aliviada ante la floritura críptica que cerraba el exabrupto materno, hasta el punto de que se le escapó un relajado "mejor así". Mientras tanto, Doña Pi sonreía con sorna, feliz de haber alterado a personas más jóvenes y miedosas que ella.

Es correcto afirmar que ha muerto una mallorquina, a Doña Pi le hubiera gustado. Por cierto, una residente que no rompió sus vínculos con la isla ni tras el derribo de su chalé palmesano en Portopí para sustituirlo por una mole abrumadora, ni cuando se descubrió la corrupción de Urdangarin en Mallorca. Otro desmentido a sus cortesanos, tan temblorosos.

La última vez que vi a Doña Pi, siempre con la Simoneta casada en Palma a su lado, habían huido de la capital lluviosa para refugiarse en su isla favorita. Por desgracia, el mal tiempo les había acompañado. Esta circunstancia no les impedía concluir que "un día nublado mallorquín basta para quitarnos la palidez de Madrid". No presumían de promocionar Mallorca, sino que agradecían la promoción sensorial que Mallorca les brindaba.