La crispación de la investidura a cargo de los partidos derrotados en las elecciones generales es un vehículo habitual para aliviarse el disgusto. La elevada gradación de los insultos proferidos el pasado fin de semana ni siquiera ha de provocar el enarcamiento de una ceja.

Sin embargo, conviene localizar el núcleo de la cólera, que en esta edición habita a la derecha. Al desmenuzar el debate, se alcanzará la conclusión de que los conservadores se han centrado en la ruptura de España por las tiranteces de sus regiones traidoras. En suma, se trata de neutralizar el apoyo de Esquerra que decide la presidencia de Sánchez. Es un argumento seductor, pero falso.

El problema no es ERC, es PodemosLa conmoción no surge de que un Gobierno de Madrid se decida con el apoyo de los siempre indeseables catalanes o vascos. Entre otras cosas, porque al independentismo han recurrido Suárez, González, Aznar, Zapatero y Rajoy para aprobar su reforma laboral. La polémica madrileña con la periferia suministra titulares tan excitantes como un Barça-Madrid, pero es un viejo asunto. El establishment entra en pánico porque se enfrenta a un enemigo recién llegado y deslocalizado. De hecho, el partido de Pablo Iglesias ha frenado al secesionismo en Cataluña y País Vasco.

Por primera vez, ministros ajenos al conglomerado PP/PPPSOE. El horror canalizado por los líderes de la derecha procede de esta evidencia insoportable. Cataluña y el País Vasco siguen siendo excelentes fuentes de negocio, porque también se han incumplido los presagios sobre el colapso económico anejo al auge del independentismo. Por tanto, el voto del nacionalismo radical que propicia una investidura ni siquiera es noticia, pero al todo Madrid le costará recuperarse de la visión de Iglesias como vicepresidente. En lugar de felicitarse por haber domesticado a un partido antisistema.