Las trabas científicas, de infraestructuras y legales impiden poder preparar un método efectivo para desviar las coladas de lava del volcán de La Palma hacia un lugar menos destructivo.
Encauzar las coladas de lava para redirigir su trayectoria hacia otro lugar menos destructivo ha sido desde el principio de esta erupción una misión del todo imposible. Y es que llevar a cabo esta operación requiere disponer de una información previa difícil de conseguir en el contexto del Archipiélago. Para empezar, se debe conocer de antemano el emplazamiento concreto desde el que va a emerger la lava, tener un conocimiento sobre las características del punto de emisión –su diámetro o el volumen de lava que se emite– así como información en tiempo real de las cambiantes condiciones del entorno –como la humedad relativa en cada momento y la topografía del lugar por el que va a discurrir–. Pero aún disponiendo de todos estos datos, existiría un inconveniente más. Al no ser la lava un líquido al uso, sino un fluido plástico, su comportamiento está relacionado con el aporte de lava que obtenga, de la fuente, lo que a menudo puede resultar en un comportamiento errático.
«Lo que más se le asemeja en su comportamiento es la miel», explica el vulcanólogo del Instituto Geográfico Nacional, Stavros Meletlidis. Como este néctar, cuando la lava llega a una superficie se desplazando por ella de manera uniforme. Con el agua ocurriría lo contrario. Si se depositara agua en un plato, este se llenaría por completo y si se lanzara por una pendiente, descendería empujada por la gravedad. Sin embargo, tanto la lava como miel necesitarían un aporte externo para moverse. De tal modo que «si añades más miel –o lava– verás que se mueve mucho más rápido», como destaca el vulcanólogo.
Además de la propia dinámica física de la lava, existen otras circunstancias que dificultan la posibilidad de encauzar este material. «Es una isla pequeña, y las distancias son relativamente cortas para poder generar una infraestructura que cambie la dirección del fluido», explica Meletlidis. El vulcanólogo se refiere a los métodos que se han llevado a cabo en otros países para desviar las coladas. En la costa este de Sicilia, con el Etna, se intentó con «palas mecánicas» mientras que Islandia han llegado a hacer uso de dinamita para redirigir la lava del volcán Fagradalsfjall. Estos, sin embargo, se diferencian en algo con Canarias: las erupciones siempre se producen en el mismo cono volcánico.
Las erupciones habituales en Canarias son monogenéticas. Es decir, nacen en un lugar nuevo y una vez mueren no vuelven a escupir lava por ese cono. Esto impide que se pueda realizar un estudios previos del terreno para diseñar y construir un método para evitar la devastación. De hecho, es un impedimento clave, pues las acciones destinadas a cambiar el transcurso natural de la lava se deben realizar muy cerca del cono, «en su canal de alimentación». «Tienes que atacar donde la dimensión es menor para que fluya donde quieres», concluye.
El último obstáculo deriva de una consideración ética y legal. «¿Quién decide que la lava debe discurrir por una casa en lugar de otra?». La respuesta a la pregunta que lanza Meletlidis no es de fácil respuesta. Cualquier decisión que se tome debe estar justificada y, además, se podrían exigir responsabilidades a quien la tomara. El ejemplo está en la primera vez que se evaluó en Canarias la posibilidad de modificar la trayectoria de una colada de lava. Fue durante la erupción del volcán Chinyero en 1909 (Tenerife), cuando un terrateniente del municipio de Santiago del Teide solicitó que se hicieran los trabajos necesarios para evitar que aquellas lavas arribaran a sus dominios. Sin embargo, la oposición de sus trabajadores provocó que nunca se llegara a hacer.