El desdichado final de Domínguez Guillén

Aseguran quienes escribieron de él en su tiempo (N. Power, A. Millares Torres) o lo han hecho con posterioridad (J. R. Moure, J. de Olivera, L. de la Torre, L. Siemens, D. V. Darias) que el país canario había depositado en Eugenio Domínguez Guillén las mayores esperanzas, porque su talento natural y sus condiciones para la música eran excepcionales. Pero el maldito azar se cruzó en su vida: la enfermedad característica del siglo XIX, la tuberculosis, se la segó en plena juventud, lejos de la tierra que lo vio nacer, cuando comenzaba a dar frutos espléndidos. En el venidero diciembre se cumplirán 175 años.

Adelantándonos a la efeméride, bien merece reavivar este martes santo su memoria, porque durante largo tiempo, tal día como hoy, cercana ya la hora del crepúsculo, la iglesia de la Concepción acogía a gran número de personas deseosas de escuchar la más popular de las melodías que Domínguez Guillén compuso en su corta existencia, Et recordatus est Petrus. Para muchos laguneros era una ceremonia cargada de emoción, el rito anual de reviviscencia de una sombra amable que se llevó el destino. La liturgia del Vaticano II y el cierre del templo desde 1972 hasta 1976, por el derrumbe parcial de las techumbres de sus naves, acabaron con esta tradición.

La pegadiza composición sacra compuesta por Domínguez Guillén, con la que culminaba el canto de Completas en honor del Señor Preso o Señor de los Grillos, cautivaba por su unción y melancolía. El jovencísimo artista se había inspirado en un pasaje de hondo significado de la Pasión de Jesús, el de la frágil condición humana de Pedro, quien al verse acorralado por la criada del sumo sacerdote negó hasta tres veces conocer al Maestro, él que había prometido seguirlo y defenderlo hasta el final. Su interpretación exhalaba el aura de un conjuro, la remembranza del desdichado final de su autor.

La biografía de Domínguez Guillén (sobre quien escribí y vi publicado en este periódico mi primer articulillo de adolescente, hará ahora tres cuartos de siglo) se puede condensar en pocas palabras. Era de familia de tradición musical consolidada. Su abuelo materno, Domingo [Rodríguez] Guillén, sochantre de los Remedios desde 1777 hasta su fallecimiento en 1830, alcanzó prestigio y notoriedad, incluso fuera de la isla, como docente, intérprete y compositor, sobre todo desde que la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife fundó en 1782 una Academia de Música, que dirigió con igual acierto que la orquesta que se formó en su seno. Su padre Eduardo Domínguez Cubas, notario mayor del obispado nivariense, era asimismo organista y sochantre de la parroquia matriz. Eugenio fue el segundo hijo de su matrimonio con Rufina Guillén, segunda de las tres hijas del veterano músico citado y Francisca de León Armas. Nació en San Cristóbal de La Laguna el 6 de septiembre de 1822.

Con su padre y hasta con su abuelo materno debió de haber aprendido los rudimentos del arte que lo subyugaría, pero se formó musicalmente con el francés Carlos Guigou (composición y armonía), el güimarero Domingo Crisanto Delgado (piano), los portugueses José y Manuel Núñez (violín y violonchelo) y José Olivera y José Darmanin (otros instrumentos). No tardó en sobresalir en el ambiente musical lagunero del XIX, de muy acentuados y curiosos perfiles, pues difícilmente se hallaba en la ciudad quien se tuviera por alguien y no supiera rascar las cuerdas de un violín, viola o violonchelo, dejara escapar por puertas o ventanas sonoros gorgoritos (y algún gallo) o pulsara con mayor o menor fortuna las teclas de órganos, clavecines, clavicordios o pianofortes; que los pianos vinieron después.

Sus singulares dotes artísticas aconsejaron que prosiguiera estudios en el Real Conservatorio de Madrid, donde tuvo como principales maestros, entre otros, al logroñés Pedro Albéniz, de Piano, y a los catalanes Baltasar Saldoni i Remendo, en canto, y Ramón Carnicer y Batlle –que había sido raptado en 1827 por orden de Fernando VII y conducido preso a la corte para que pusiera orden en el desbarajuste de los teatros de música madrileños, y allí se quedó–, de composición y armonía. Eugenio ingresó en 1843 y se hospedó con varios canarios más en una casa de la calle del Olivo, en el corazón del viejo Madrid. Asegura Ortiz-Armengol que Pérez Galdós también vivió en ella algún tiempo.

El joven compositor no tardó en verse inmerso en el mundillo artístico de la villa coronada. Su nombre empezó a sonar como promesa firme. Una “Salve” a dos coros y orquesta, que uno de sus profesores, el maestro Aguado, le había prescrito como ejercicio, fue estrenada el 31 de mayo de 1845 en la parroquia madrileña de San Marcos, a rebosar de músicos encabezados por los profesores Mendizábal, Alvizua, Aguirre, Eslava –quien, después de oír la obra, comentó: “No hay en Madrid tres que escriban música como este joven”–, Carnicer, Albéniz y otros, así como compañeros y amigos, y notable número de fieles. Interminables le parecieron a Eugenio los agasajos con que lo colmaron al término de la audición. Hasta un banquete en su honor le ofrecieron.

De la mano del violinista Agostino Robbio, discípulo predilecto de Paganini, que era buen conocedor de Tenerife, visitó en su palacio a los príncipes de Carini, los La Grua-Talamanca, uno de cuyos ascendientes cercanos, el marqués de Braciforte, había sido comandante general de Canarias entre 1784 y 1789. Entusiasmados con la música del tinerfeño, los Carini decidieron acogerlo bajo su protección, para que continuara estudios y se perfeccionara en el Conservatorio de San Carlo de Nápoles, considerado, si no el de mayor prestigio de Europa en su tiempo, sí de los de más alto rango. A finales de diciembre de 1845, Domínguez Guillén partía lleno de ilusión, por vía marítima desde Barcelona, hacia el todavía reino de Nápoles–Dos Sicilias.

En la ciudad del Vesubio continuó formándose el artista lagunero al tiempo que componía y estrenaba obra propia –sabemos que fueron interpretadas con éxito varias romanzas suyas en el teatro de San Carlo, y que escribió valses y otras piezas musicales y empezó una ópera–, hasta que cayó enfermo de tisis cuando aun no habían transcurrido seis meses de su llegada a Italia. El mal lo invadió con saña, avanzaba sin aparente remedio y sin poder atajarlo. Decidió entonces, desesperadamente, regresar a su tierra. Abandonó Nápoles a finales de octubre de 1846. Se encontraba en Cádiz el 4 de noviembre, a la espera de un vapor en el que volver a las islas. Pero, al agravarse el estado de salud, fue trasladado al sanatorio antituberculoso de Puerto Real, donde falleció el 1 de diciembre.

¿Se traía consigo Eugenio Domínguez Guillén sus partituras? Si fue así, cabe preguntarnos dónde estarán, si olvidadas en algún archivo, biblioteca o centro artístico, cultural o sanitario gaditanos o si, como solía hacerse por entonces cuando moría un tuberculoso, fueron arrojadas al fuego con los demás enseres, para evitar el contagio. En su tierra natal se conservan varias de la etapa preitaliana, cuyos originales parecen por ahora también extraviados, pero la musicóloga Lola de la Torre los pudo fotocopiar cuando redactaba su opúsculo de 1980 y se encuentran en su legado del Museo Canario de Las Palmas. De esas reproducciones se tendría que echar mano si se quiere interpretar de nuevo la música de este malogrado compositor lagunero en el cercano mes de diciembre, como antesala de la conmemoración en 2022 del segundo centenario de su nacimiento.