Acaba de desaparecer en nuestra ciudad, nos tememos que para siempre, uno de los oficios artísticos más hermosos, que contribuyeron a darle carácter y acentuar su personalidad durante siglos: el noble arte de labrar la plata. Con Juan Ángel González se ha quebrado una tradición de más de medio milenio. Cuando la todavía villa de San Cristóbal empezaba a crecer y a configurarse, ya tenía abierto en ella taller, en la calle del Sancti Spíritu, hoy de San Agustín, un platero que, acaso porque era entonces el único establecido en la naciente comunidad, el escribano del Cabildo no se preocupó en registrar su nombre cuando, en 1514, sentó en el libro primero de acuerdos del Concejo la relación de vecinos -El platero uno de ellos- obligados a limpiar y mantener en condiciones la laguna que, andando el tiempo, le daría sobrenombre perdurable a nuestra población.

Los talleres de orfebrería comenzaron a multiplicarse a partir entonces en número, fama y calidad, en tal medida que, en el siglo XVIII, San Cristóbal de La Laguna se había convertido en el primer y más importante centro de orfebrería del archipiélago, no sólo por el número de obradores activos, aunque también, sino porque, como afirma con su reconocida autoridad mi recordado amigo el profesor Jesús Hernández Perera en su volumen de referencia Orfebrería de Canarias (1951), “en ella nacieron y se desarrollaron las soluciones más características” de este arte. Los más conspicuos maestros laguneros -a cuyo frente hay que situar siempre al gran orfebre Ildefonso de Sosa- supieron articular un lenguaje plástico propio, un estilo personal de repujar y de hacer orfebrería, ajustado a las sensibilidad y a las peculiaridades de la condición insular, que no tardó en extenderse a todo el archipiélago como modelo o patrón a seguir o tener en cuenta.

A esos cánones esencialmente canarios, sobrios, equilibrados, pero también acomodados a las exigencias de la contemporaneidad, se ajustó la obra de Juan Ángel González García. La suya es una orfebrería alejada, incluso conceptualmente, de los barroquismos desmesurados que vienen exportando de un tiempo a esta parte ciertas industrias foráneas; oropeles hábilmente camuflados que atraen a quienes con las mejores intenciones no pueden ocultar lamentables ignorancias. Juan Ángel asimiló y actualizó la pericia de sus predecesores y maestros, Rafael Trujillo (hijo) y Ventura Alemán, que esplende en sus trabajos de mayor aliento. Como restaurador dejó muestras de respeto a la obra de quienes la crearon, a la que supo devolverle la primigenia belleza y calidad, sin alterarla. La humildad fue uno de sus atributos. Nunca pretendió ser innovador, sino continuador de un oficio con una tradición multicentenaria, muy hermoso. Así me lo pareció las contadas veces que visité su taller de la avenida Lucas Vega, en la villa de arriba.

De sus trabajos de especial aliento, tres de muy distinto signo sobresalen: las andas procesionales de baldaquino para la imagen de la Virgen Patrona de Canarias, sobre diseño de José Siverio Pérez; la recuperación de la gran cruz de filigrana de plata de San Marcos de Icod de los Vinos (1665), labrada por el orfebre oscense emigrado a Cuba Gerónimo de Espellosa; y su intervención en la delicada tarea de restaurar el espléndido retablo de plata repujada del Santísimo Cristo de La Laguna, obra cimera de la escuela lagunera de platería.

Ojalá que, incluso como homenaje a Juan Ángel, último representante de un arte que, como hemos dicho, se mantuvo vivo en nuestra ciudad durante más de medio milenio, surjan jóvenes artistas capaces de reanudarlo con audacia, saber, fuerza y sensibilidad.

(*) Cronista oficial de San Cristóbal de La Laguna.