La descripción de ciudad triste que hizo Miguel de Unamuno en su artículo La Laguna de Tenerife está hoy más vigente que nunca. "En La Laguna, un silencio y una soledad que se me metían hasta el tuétano del alma. En el cielo bruma, una bruma de ensueño, de soñarrera más bien", escribió el intelectual bilbaíno en 1910. Su prosa parece reflejar el casco histórico que ahora ha dejado el coronavirus, con calles solitarias y comercios cerrados. Vive la vieja Aguere en una quietud extraña, con lluvia y frío además, que resalta su riqueza patrimonial, pero que, sobre todo, le confiere un aire de urbe vacía de película postapocalíptica.

La calle de La Carrera es actualmente un páramo. A media mañana de ayer, los rayos de sol -de esos que surgen entre chaparrón y chaparrón- y los adelantos de pensiones autorizados por algunos bancos propiciaban algo más de movimiento del que se ha convertido en habitual. Y, pese a eso, no había casi nadie. La Policía Local se mantenía ojo avizor. Dos agentes caminaban en pareja, cada uno en un extremo de la vía, a paso lento... como en una procesión de Semana Santa. También patrullaba y hacía controles el Ejército, cuya presencia es el remate a las escenas rozando lo onírico de la última semana.

Las casas consistoriales han tenido durante varias jornadas el peculiar honor de ser lo único abierto en unos cuantos cientos de metros. Más arriba continuaba prestando servicio una tienda de telefonía móvil -con una fila de taburetes a modo de muralla en la entrada- y una oficina bancaria. Allí, el martes, cuando todo era aún más difuso, un empleado y un cliente hablaban a través del cristal de lo que fue una puerta automática. "Pues lo que me faltaba era haber venido hasta aquí y que no me atendieran ahora", refunfuñaba un tercero desde la calle. La panadería y la dulcería cercanas eran ya entonces, y lo seguían siendo ayer, las grandes protagonistas: todos los caminos conducían hacia ellas.

Que hasta los peores escenarios dejan oportunidades lo evidenciaba un joven que empujaba una carretilla con una compra. "Me han contratado para estos días", explicó. Mientras, operarios trabajaban en el mantenimiento eléctrico. Algunos transeúntes con bolsas de alimentos y con perros. Cinco personas hacían cola en un cajero. Gente con mascarillas y guantes de látex. Y, cosas de una ciudad confinada, hasta los destellos de las luces verdes de las farmacias resultaban más intensos de lo normal.

La Catedral se ha mantenido abierta, aunque un cartel avisa: "En cumplimiento de la normativa sanitaria / Máximo tres personas por banco". En algunos de esos asientos unos folios a modo de separadores refuerzan la directriz: "A fin de cumplir las disposiciones de las autoridades sanitarias / No puede ocupar este espacio del banco". El martes no había nadie; ayer un hombre estaba arrodillado en una de las capillas laterales.

Más de lo mismo camino a La Concepción. Desde una óptica apuntaban días atrás que estaban abriendo con horario reducido y en una especie de guardia por si le surgiese una urgencia a algún cliente. "Volveremos más fuertes #yoelijoquedarmeencasa", se leía sobre el cristal de una cadena internacional de café. La iglesia de La Concepción también permanecía abierta. Una mirada desde esa especie de repecho que se forma a los pies de la torre permitía una imagen elocuente: La Carrera, por vacía, parecía más larga y más rectilínea que nunca; como si se estuviese viendo en Google Maps y no desde el suelo.

La actividad de la calle San Agustín era aún menor. A principios de semana, desde un herbolario reconocían que la caja de la jornada, ya cerca del mediodía, se limitaba a 3,4 euros. En otras vías y callejuelas secundarias solo faltaban las plantas rodadoras de las películas del Oeste. El mensaje que desde hace años cuelga en el exterior de un restaurante del callejón Deán Palahí ha perdido su sentido: "Se ruega respetar el descanso a los vecinos". Y es que las charlas en el exterior de los establecimientos hace días que pasaron a mejor vida.

Ni grupos turísticos, ni músicos callejeros, ni captadores de ONG. Por no estar, no estaban ni algunas de las caras más conocidas de la ciudad. Pablo Reyes, el presidente de la Asociación Casco Histórico, ya no visita el Ayuntamiento ni el máximo responsable del Orfeón La Paz, Esteban Afonso, atraviesa el centro con su agenda bajo el brazo. Tampoco es fácil ver a Eliseo Izquierdo, el cronista oficial; ni a Julio Torres, de la Asociación en Defensa de La Laguna; ni a Antonio Rueda, el célebre fotógrafo, siempre con su cámara colgada al cuello. En Aguere, como en toda España, el tiempo parece haberse detenido. ¿O es que quizá lo está?