Se cumplen este veintiuno de diciembre dos siglos del establecimiento de la diócesis que lleva el nombre de nuestra ciudad, compartiéndolo con el de nivariense. Tal día como hoy era consagrada, con la solemnidad de un acontecimiento de alta significación religiosa, una nueva catedral en las islas Canarias, la hasta entonces parroquia lagunera de los Remedios, elevada al rango de primera iglesia diocesana de Tenerife, que veía cumplida por fin su siempre sostenida ambición de tener obispado. La hasta entonces diócesis de Canarias dejaba en ese instante de serlo, al brotar con fuerza y desgajarse de ella un renuevo de imparable vigor, y quedaba constreñida a diócesis de Canarias orientales, denominación esta que encontramos más de medio centenar de veces en la prensa grancanaria del siglo XX, desde 1915 en adelante, y es la que propiamente ha de corresponderle, o, en otro caso, de Las Palmas de Gran Canaria.

El Obispado de San Cristóbal de La Laguna, igual que la Universidad, ha contribuido de manera significativa, sustancial en no pocos aspectos, a perfilar y acentuar la personalidad, la fisonomía y el carácter de la ciudad patrimonio de la humanidad. Ser cabecera de una diócesis fue aspiración que mantuvo siempre en vilo, hasta conseguirlo. No era únicamente un anhelo eclesial. En el antiguo régimen, ser sede de una diócesis se consideraba primordial en las estrategias de poder y prestigio de toda población de importancia. De ahí que, a lo largo de más de tres centurias, la entonces capital de la isla de Tenerife, la más poblada durante largo tiempo de las ciudades del archipiélago canario, luchara sin desmayo y siempre con denuedo hasta ser sede episcopal. El propio Adelantado de Canarias Alonso Fernández de Lugo, su fundador, pretendió muy pronto un obispado, por considerarlo uno de los ornamentos fundamentales de la ciudad capital de la última de sus conquistas. Sin embargo, este deseo se vio frenado, una y otra vez, por la oposición rotunda de la curia eclesiástica de Canaria, no por motivos pastorales o religiosos -pues todo hay que decirlo- sino porque, con la desmembración, vería disminuidas de manera muy sensible, muy significativa, sus rentas. Hasta el tinerfeño Graciliano Afonso [La Orotava, 1775 - Las Palmas de G.C., 1861], canónigo doctoral de la catedral de Santa Ana, se opuso con ardor, incluso en Las Cortes.

Por fortuna, los tiempos han cambiado, también en la Iglesia. Quienes hemos vivido una existencia que va siendo larga, hemos sido testigos de profundas transformaciones eclesiales, de significativos despojamientos, de progresivo caminar al encuentro del mensaje evangélico en su desnuda pureza. Y es con ese nuevo talante con el que ha de celebrarse y quiere celebrarse esta importante efeméride, en su doble carácter, religioso y cívico.

Para la diócesis de San Cristóbal de La Laguna este bicentenario es, obviamente, motivo de gozo exultante. Doscientos años, con sus luces y sus sombras, con sus claras conquistas y sus humanos errores, lo justifican sobradamente. Pero también para la ciudad de la que es sede. De ahí el carácter jubilar y abierto que se espera se le dé a esta celebración a lo largo del año, a la que está convocada toda la ciudadanía, también quienes sin sentirse concernidos en alguna medida por la doctrina de Jesús aman no obstante su tierra. Porque en la configuración del carácter que distingue y sitúa en un plano singular, único y diferente a esta ciudad nuestra dentro de la comunidad insular atlántica mucho ha tenido que ver la iglesia nivariense. Sin su presencia y sin su acción directa sería muy otra, no poseería el perfil que la distingue.

En esa visión radica el sentido más hondo de esta conmemoración que hoy se inicia, de notoria trascendencia y relieve, tanto para la diócesis como para la ciudad en la que quedó fijada "a perpetuidad" hace ahora doscientos años, como lo especifica el rescripto pontificio.