Estos veinte años de la ciudad con la responsabilidad y el honor de ser patrimonio universal, un bien cultural que a todos los humanos concierne, podrán acaso parecer a alguno poco más que un abrir y cerrar de ojos, mientras que, a otros, una trabajosa secuencia de recuperaciones que no han acabado, el tiempo aun sin cerrarse en el que su planta noble ha ido recobrando, entre aciertos y algún error, como no podría ser de otra manera, mucho de lo sustantivo, de lo medular, que permanecía intacto pero oculto o degradado.

En estos cuatro lustros, San Cristóbal de La Laguna ha recuperado en medida aceptable su ritmo vital, que si nunca lo perdió del todo sí se le había debilitado de forma manifiesta con el devenir de los años, las desidias políticas, los acosos y las frustraciones. La ciudad ha experimentado una innegable vivificación. ¿Quién diría ahora, como escribió el poeta Zerolo, que es una ciudad "triste y solitaria", envuelta en sí misma como en una capa de nostálgicos ayeres? ¿Quiénes compartirían hoy con el poeta Verdugo la visión que nos legó de La Laguna como "un bello anacronismo", el de una ciudad entregada al ensueño de las cosas muertas, bajo un silencio cuajado de extrañas evocaciones?

El tiempo fue acuñando una imagen intemporal de ciudad silente y dormida, reconcentrada en su inacción, una visión ni original ni exclusiva sino reflejo, uno más, del pesimismo generalizado de un país sumido en la profunda depresión que padeció en el tránsito del siglo XIX al XX. Mientras las generaciones entonces emergentes apostaban por encarar el futuro con la fe puesta en el progreso, convertido en palabra mágica o en pócima curadora de todas las desdichas, cobraba fuerza esa otra visión de la ciudad, soñada y hasta deseada como reducto de quietudes, soñarrera y melancolía, abrumada por el peso de los siglos y la historia, con las horas y los días fluyendo cansinamente, el supuesto encanto que para los tardorrománticos y para los hombres del noventa y ocho tenía ese otro ritmo de vida que, según Unamuno, se lograba mejor "encerrándose en estos retiros de la viejas y pequeñas ciudades que parece que no se mueven ni progresan" (Andanzas y visiones españolas).

San Cristóbal de La Laguna no es tan antigua ni es la más antigua población de Canarias. Su trayectoria desde que fue fundada por el adelantado Alonso Fernández de Lugo comprende poco más de medio milenio, un periodo de vida rico y denso pero corto si se compara con el de otras de muy larga andadura histórica. Es la más joven de las ciudades patrimonio de la Humanidad. La clave de su singularidad, del peso de su devenir histórico y de su trascendencia se encierra en cuándo y cómo surge y se consolida. Comenzó cuando las demás ciudades con las que comparte en nuestro país-quince con ella- el honroso reconocimiento de bien de toda la Humanidad habían afirmado con creces su personalidad, colmadas de gestas y hazañas. La originalidad por la que, a diferencia de las demás, consiguió un puesto en el escalafón de honor alcanzado en diciembre de hace veinte años y ahora conmemoramos, estriba en la fortaleza de su carga innovadora. La Laguna inauguró un tiempo nuevo en la historia del urbanismo. Nació como modelo de ciudad sin otras salvaguardas que las impuestas por la geografía, una ciudad sin murallas, sin almenas, sin torreones defensivos ni saeteras, que no los necesitaba para protegerse o defenderse porque nació para ser ciudad de paz.

La bondad del modelo innovador, revolucionario entonces, de ciudad pensada y delineada como ciudad abierta, se cifra en dos hechos incontrovertibles: la pervivencia de su traza urbana original a lo largo de más de medio milenio, sin alteraciones sustanciales que la hayan desvirtuado o degradado ni le hicieran perder su primigenio carácter, sin por ello dejar de crecer, extenderse y acomodarse a las exigencias de cada época, y la potencia con que esa concepción urbanística, paradigma revolucionario cuando se diseñó, fue reproducida en sus líneas maestras en tierras americanas, adoptada como prototipo de urbanismo para un mundo empezando a crecer. Por citar de nuevo al rector salmantino, cuando don Miguel visitó la ciudad, hacen ahora ciento diez años, y recorrió sus calles, para él sumergidas en "un silencio y una soledad que se me metían hasta el tuétano del alma" -dice en su conocido artículo de 1909 "La Laguna de Tenerife ", recogido en Por tierras de Portugal y de España-, recordó "cuánto en escritores americanos he leído de las viejas ciudades coloniales". Sin haberlas visitado, con sólo la lectura de los autores que habían escrito sobre ellas, el gran escritor y poeta percibió lúcidamente la estrecha y directa vinculación de las primeras poblaciones hispanoamericanas con la que fue el ejemplo a imitar a la hora de su fundación; tan intensa era la influencia, tan vigoroso y original el precedente.

Fue la búsqueda de la dimensión histórica de la ciudad, de sus singularidades, la hondura de sus raíces y su papel en el urbanismo moderno, para fundamentar la propuesta de declaración que ahora celebramos, lo que la situó en el estadio de la contemporaneidad y le insufló renovado aliento, impulsó su rejuvenecimiento. Si para Matías Real, La Laguna de su época era como "una anciana dulce y pálida", seguro que ahora le parecería todo lo contrario. Si el "vegetar lagunero", su "bostezo inevitable" y la "monotonía" definían su diario vivir, en el que imperaban únicamente el viento, la lluvia y las campanas, como la retrató Luis Álvarez Cruz, periodista y poeta que dedicó a su ciudad natal un alto número de crónicas hermosas, hoy no lo haría así, porque hoy es muy otro su perfil real y lírico. ¿Seguiría destilando la musa de Nijota la sutil melancolía por todo lo que se le iba esfumando al lugar entrañable de su nacimiento por los vericuetos de la modernidad, que rezuman los octosílabos de "La Laguna 1953"? Escrito también en plena posguerra, el poema del malogrado Antonio Reyes, de 1955, se acercaba con mayor crudeza a la realidad de lo que era la ciudad bajo el abatimiento profundo de una época de encefalograma plano trufado con el oropel de los himnos marciales y las consignas triunfalistas, en el poema-instantánea o apunte impresionista sobre una Laguna "vieja, soñolienta y muda", sobre todo muda a la fuerza, que ya dejó de serlo. Porque ya no es tampoco, como se la llevó a América en la memoria mi tío Francisco Izquierdo, el poeta de Alta plática, una ciudad solitaria, sombrosa y triste como luz de luna, con sólo una nota "contemporánea y viva", el culto del silencio. Incluso cuando Fernando Garcíarramos clama "¡no pierdas nunca tu paz!" sabe, y así se adivina en la urdimbre de su poema, que en cualquier rincón, ya en sus calles o en la vega, encaramada en los aceviños, los brezos y los tilos, o más adentro de los balcones sobre los que se asoman los verodes, siempre se la encontrará. ¡Cuánto ha cambiado en tan poco tiempo San Cristóbal de La Laguna! Y sin embargo, está donde y como siempre estuvo y tiene que estar: en el lugar exacto que trasciende el marco geográfico y se instala en el de la espiritualidad, en el que se corresponde con su señorío.

Los veinte años de la inscripción de San Cristóbal de La Laguna en el catálogo de bienes culturales reconocidos por UNESCO como patrimonio de la humanidad, más que para mirar al pasado y complacernos con lo conseguido, que también, deben ser buena ocasión para un recuento de lo aun por hacer. Sería la más eficaz y mejor forma de celebrar la efeméride. Queda aun por hacer para salvaguardar y acrecentar su patrimonio cultural. La mayoría de los bienes pendientes de ser rescatados o dignificados lo esperan desde tiempo inmemorial. La casa-palacio de los Nava Grimón, propiedad del Gobierno de Canarias, sigue en lamentable situación de abandono; la del Santo José de Anchieta, ya licitada, no termina de arrancar para que sea, por fin, el centro de estudio e investigación pensado desde hace decenas de años, que bien merece el lagunero insigne que, además de santo, es el primer poeta nacido en Canarias, su primer dramaturgo y el primer filólogo del nuevo mundo; y pues hablamos de Anchieta, hay que salvar sin demora el espléndido monumento que lo representa, ubicado en el peor de los lugares y sometido el bronce en que está fundido a una corrosión inmisericorde, por una cada vez más intensa polución. Las ruinas de San Agustín llevan más de medio siglo esperando a que sean acondicionadas para centro de cultura y de ocio. Igual sucede con la reedificación del mercado municipal, una exigencia ciudadana imperiosa, apremiante, para de paso acabar con la tercermundista ubicación ¿provisional? en la plaza del Cristo. ¿Cuánto tiempo llevan las cubiertas de la iglesia del antiguo hospital de Dolores, cuya conservación depende del Cabildo insular, esperando ser rehabilitadas? ¿Y el parque del drago del antiguo seminario? ¿Y la última fase de las obras del exconvento dominicano? La Casa de Ossuna se rehabilitó convenientemente, pero salvo tres habitaciones que ocupa el Instituto de Estudios Canarios en condiciones precarias, el resto se encuentra vacío o con los enseres que forman parte del legado Ossuna a la Ciudad de los Adelantados. No terminan aquí. Todas son retos a los que hay que enfrentarse con decisión, altura de miras, generosidad y rigor.

Brindemos en esta fecha jubilar y jubilosa con una copa de vino lagunero, que siempre lo hubo y lo sigue habiendo de excelente calidad, para que San Cristóbal de La Laguna lo logre pronto y bien.