No resulta fácil expresar nuestras emociones. Las palabras resultan insuficientes, aunque en ocasiones lo consiguen a través de la poesía. La música también es una sonora herramienta capaz de transmitir sentimientos, como la mayoría de las bellas artes, aunque todo depende de quien las utilice y con qué propósito.

Pinturas rupestres como las de las cuevas de Altamira o Lascaux no solo describen situaciones cotidianas de nuestros lejanos ancestros, sino que muestran lo que sentían en contacto con la naturaleza que los rodeaba, los vínculos que los mantenían unidos como grupo, el valor espiritual de los animales salvajes con los que compartían territorio, la emoción de la caza y la integración de aquellas comunidades dentro de un entorno simbólico, dentro del cual eran guiados por la luz del sol, los cambios de la luna y la posición de las estrellas, un universo que formaba parte de su propia vida y con el que se sentían intensamente conectados.

Con el paso del tiempo el ser humano se ha vuelto más complejo y el arte contemporáneo es fiel reflejo de ello, aunque su objetivo sigue siendo el mismo: expresar emociones. Pero, ¿cómo algo inmaterial como un sentimiento puede llegar a adquirir forma o volumen? Esa tarea no la puede realizar cualquiera, aunque cualquiera puede intentarlo. Esa tarea corresponde a un singular e históricamente cuestionado colectivo: los artistas.

Hasta los que hoy consideramos como los más importantes fueron duramente criticados cuando creaban sus obras, en gran medida porque fueron atrevidos, visionarios y adelantados a su tiempo, lo contrario que la mayoría de sus vecinos y sus mecenas, que se sentían seguros con lo que ya conocían y cualquier novedad les parecía un riesgo innecesario.

Que un artista tenga el reconocimiento de sus coetáneos es un hecho excepcional, aunque afortunadamente cada vez más frecuente. La inauguración en La Laguna de la calle Escultor Paco Palomino, algo más de dos años después de su fallecimiento y por acuerdo unánime de la Corporación municipal, constituye una magnífica noticia, sobre todo porque existe la impresión generalizada de que los nombres de las calles, plazas, auditorios, aeropuertos y otras infraestructuras están reservados para los políticos.

Paco Palomino fue un lagunero humilde, pero capaz de atesorar una gran riqueza emocional. Recorrió y vivió en numerosos países, donde disfrutó y padeció todo tipo de experiencias, y siempre regresó a su ciudad. Aprendió de todos: de grandes maestros, de modestos artesanos, de quienes le acompañaron en el camino, de sus propios vecinos y de la espontaneidad de los niños.

Y todo lo que aprendió y sintió lo compartió a través de su arte. Primero con el dúctil barro y luego con la piedra, el metal y todo tipo de materiales que fueron surgiendo y con los que decidió investigar y utilizar en diferentes propuestas creativas, sin olvidar al lápiz, el papel y el cartón, que además fueron eficaces herramientas a la hora de comenzar a abordar algunos pequeños, medianos y grandes proyectos.

Algunos de los últimos materiales que utilizó, como la piedra o el acero corten, están presentes en la calle que lleva su nombre, que a partir de ahora simbolizará la capacidad de un artista para construir emociones compartidas por la sociedad, una generosidad que será recordada, reconocida y agradecida por su familia, las personas que lo conocimos, los vecinos y los representantes en las instituciones de una ciudad medio milenaria Patrimonio de la Humanidad.