Protestas

Los Ángeles: "Esto parece una guerra"

Migrantes relatan cómo viven las redadas masivas y la represión ordenadas por Trump

Manifestantes en respuesta a una serie de redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) en Los Ángeles

Manifestantes en respuesta a una serie de redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) en Los Ángeles / Gabrielle Lurie / AP

Irene Benedicto

Irene Benedicto

Barcelona

A Rosario, de 90 años, le alertó una de sus clientas del mercado, en el centro de Los Ángeles: había muchos coches blindados en la zona. Y eso era mala señal. Rosario recogió su tenderete de abalorios y se apuró a volver a casa. Poco después, confirmó sus sospechas el SMS que le viene salvando de la deportación desde hace años: ‘la Migra’ (la policía migratoria) estaba en la ciudad. El mensaje, enviado por una red de apoyo al migrante, urgía a quedarse en casa por seguridad. A las redadas siguieron las protestas, y a estas, la represión. El presidente Donald Trump ordenó desplegar fuerzas federales y Marines. “Esta ya no parece nuestra ciudad. Esto parece una guerra”, dice Rosario a El Periódico de Catalunya, bajo anonimato. Lleva la mayor parte de su vida adulta en Estados Unidos, y se siente arropada por su comunidad. “Nos cuidamos”, dice, como reivindicación.

Fue cocinera de la familia del presidente Richard Nixon a principios de los 60, pero nunca consiguió los papeles para vivir sin miedo en su país adoptivo. “El presidente me hacía venir a su rancho dos veces por semana. A los niños les encantaban mis antojitos mexicanos”, recuerda. “Allí vivían solo algunas temporadas, y estaban los niños solos con las institutrices, pero les mandaban lo mejor para comer, hasta caviar, todo en bandejas de plata. Les cambiaban de ropa tres veces al día. Era hermoso de ver”, evoca con nostalgia.

Al marido de Rosario, de una familia adinerada mexicana, lo desheredaron por enamorarse de ella, que era una muchacha pobre. Pero ya se había formado como piloto de Mexicana de Aviación y obtuvo la oportunidad de entrenarse con la aviación estadounidense durante dos años. Al terminar la misión, y con ella su visado, regresaron diligentemente a su México natal. Trabajaron en una fábrica de papel de pétalo, luego en una de cemento. Cuando esta cerró, intentaron emprender un negocio, que fracasó. Se arruinaron.

Decidieron volver a EEUU, pero esta vez no sería en avión. “Nos vinimos mojados”, dice, expresión que usan para explicar que cruzaron el río fronterizo al que llaman Río Bravo en México, y Río Grande en EEUU, a pie y a nado. Se montaron en la parte trasera de una camioneta: ella, su marido, su hija, su nieta y otras 24 personas, en manos de un coyote, el intermediario de la mafia fronteriza que introduce a los migrantes en EEUU a cambio de grandes sumas de dinero. “El tipo se perdió. Nos dejó tirados en medio del desierto. Tuvimos que echar buenas carreras para escapar de la Migra”, recuerda. “Pero lo habíamos perdido todo, así que vinimos a luchar. Como todo el mundo”, afirma.

"Ayuda" tras el cristal

Kevin, de 24 años, presentía problemas. Había visto publicaciones inquietantes en redes, pero acudió igual a su reunión en Glendale, a las afueras de Los Ángeles, detrás del parque del Observatorio Griffith. Atendía a un hombre sin papeles, amenazado de desahucio, que acudió a su oenegé en busca de asesoría legal, cuando sonó su móvil. “Ve a recoger a los niños a la escuela, por favor”, le suplicó su prima, nerviosa, y también sin documentación. Contaba con él porque, en teoría, su situación migratoria estaba en regla. Pero Kevin, salvadoreño con asilo concedido hace ocho años y graduado en Derecho por la universidad pública, sabe cuán precario es ese estatus con un Trump errático. “Los arrestos son aleatorios. Nadie está a salvo”, dice a este diario.

Kevin acortó la reunión; también su cliente corría peligro. Pactaron una solución provisional y fue a la escuela. “La ciudad estaba llena de policía. El ambiente era muy tenso. Sentí mucha tristeza”, cuenta. Cuidó de los niños hasta media tarde, atento a la ventana y al noticiario. Cuando llegó su prima, Kevin se montó en su coche rumbo al centro. Allí, entre música, cánticos y la autopista cortada, abandonó el vehículo. Al acercarse al edificio federal, lo sobrecogió la escena: dentro, había muchas personas que miraban a través del cristal, alumbrando la calle con sus móviles. Hacían señas. “Ayuda”, vocalizaban, mudos tras el vidrio.

Kevin, cuyo trabajo es precisamente ayudar, no sabía cómo hacerlo. Su lucha es que los migrantes conozcan sus derechos. “Hemos visto cómo les hacen firmar una orden de deportación diciéndoles que es una prueba del covid”, se exaspera. Pero esto era diferente. Empezaron las cargas policiales. “Tiraron gas lacrimógeno y pequeñas bombas de distracción”, que solo causaban ruido y humo, pero la multitud no sabía si eran reales, y hubo estampidas. Correr te volvía sospechoso. “Vi cómo empujaban a gente al suelo y ahí la detenían”, cuenta. Las balas de goma le alcanzaron en el hombro, el antebrazo y el muslo. “Empezaron a correr rumores de que había muertos”, dice Kevin, afligido. No era cierto, pero en ese momento lo creyó. Era una batalla campal.

Confiar en 'la comunidad'

“Estamos muy asustados. Nadie quiere salir a la calle”, dice Rosario, tras una semana de disturbios. “Se los llevan y no vuelven. Aunque tengan los papeles correctos. Primero detienen y luego averiguan”, denuncia. Al menos 160 personas han sido detenidas esta semana en Los Ángeles, y más de 350 en todo el país, entre las protestas de grandes ciudades como Nueva York o Chicago. Van a plantas donde saben que trabajan migrantes como mano de obra barata, en talleres textiles o empacadoras de carne, y detienen a todo el que parece extranjero. El gobernador de California, Gavin Newsom, ha denunciado que aún se desconoce el paradero de algunos arrestados; otros aparecen en centros de detención de otros estados.

Pero Rosario, que se reivindica como superviviente de cáncer tras tres cirugías, se aferra a su capacidad de resiliencia, y a la de los suyos: “Nuestra comunidad no puede permitir lo que está pasando”. En la escuela de su barrio, el director ha puesto vigilancia alrededor del edificio para convertirlo en refugio para quien lo necesite. Ella mantiene la esperanza de que Trump dé un nuevo giro de guion: “Ojalá que nuestro presidente dé una nueva orden y que esta vez sea buena para todos”, concluye.

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